Ave María, gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus et benedictus fructus ventris tui, Iesus. Santa María, mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc et in hora mortis nostrae. Amén
Octubre es el mes consagrado, como sabemos, a Nuestra Señora del Rosario, cuya memoria litúrgica celebra hoy la Iglesia. Nos encontramos, pues, en un mes especialmente propicio para honrar a nuestra Madre celestial con el rezo de muchas avemarías. Lluvia que baña la tierra reseca, rocío divino, flecha penetrante y ardiente: son muchas las metáforas que los santos han utilizado para expresar la grandeza de la salutatio angelica. Y son muchas las enseñanzas y devociones que nos han transmitido para instarnos a recitarla. Al fin y al cabo, ¿qué buen hijo no se alegra de saludar a su madre y hacer que todos la quieran? ¿Y no debería ser esto aún más cierto para Aquella que nos dio al Salvador del mundo y que sufrió tanto –con Él y a su servicio- para arrebatarnos del poder de las tinieblas?
El gran restaurador de la devoción del Santo Rosario, el beato Alain della Rupe, expresaba así algunos de los maravillosos efectos que produce la recitación devota de la salutación angélica: “El cielo está exultante, la tierra admirada cuando digo: Ave María; estoy horrorizado del mundo, el amor de Dios reina en mi corazón cuando digo: Ave María; mis temores se desvanecen, mis pasiones se apagan cuando digo: Ave María; crezco en devoción, encuentro compunción cuando digo: Ave María; mi esperanza se confirma, mi consuelo aumenta cuando digo: Ave María; mi espíritu se alegra, mi tristeza desaparece cuando digo: Ave María”. El propio dominico bretón escuchó a la Santísima Virgen revelar que la negligencia e incluso la aversión al avemaría son signos probables de condenación eterna; por el contrario, quienes son devotos de ella tienen una gran prueba de predestinación (concepto que debe entenderse sólo en el sentido católico, como predestinación a la gracia y a la gloria).
De ahí que san Luis María Grignion de Montfort afirmara que los herejes “tienen horror al avemaría. Aprenden, tal vez, el Padre Nuestro, pero no el avemaría”, mientras que a los fieles les gusta naturalmente recitar ambas oraciones, definidas por el santo francés como “las más excelentes y sublimes”. Por ello, Montfort denuncia los pretextos que se utilizan para rechazar la recitación del saludo angélico. Y para desvelar las ilusiones del demonio, que tiembla ante la Mujer anunciada por Dios en el Génesis (Gn 3,15), añadió que “mi avemaría, mi Rosario o mi corona es mi oración preferida, es mi piedra de toque segura para distinguir a los que se dejan llevar por el espíritu de Dios de los que están en la ilusión del espíritu maligno”.
Una de las excusas más comunes para rechazar el avemaría es que, en su forma completa, no se encuentra en las Sagradas Escrituras. Toda la primera parte, como es sabido, se encuentra fácilmente en el capítulo 1 del Evangelio de san Lucas: consiste en el saludo que el Arcángel Gabriel, enviado por la Santísima Trinidad, dirige a María (Lc 1,28); y en la doble bendición, hacia María y hacia Jesús, que Santa Isabel, “llena del Espíritu Santo” exclama en voz alta cuando llega la propia Madre del Señor (Lc 1,40-43). La segunda parte del avemaría, sin embargo, fue añadida por la Iglesia, como recuerda también el Catecismo de San Pío X. La invocación que contiene (Santa María, Madre de Dios...) es totalmente coherente con el contenido de las propias Escrituras, y enseñarla forma parte ciertamente de la misión que Dios ha confiado a la Iglesia de enseñar a todos los pueblos y guiarlos, con la asistencia del Espíritu Santo, “a toda la verdad” (Jn 16,13).
Sin embargo, surge una curiosidad: ¿desde cuándo se conoce la segunda parte del avemaría? Montfort remonta su origen al Concilio de Éfeso (431), cuando los Padres del Concilio condenaron la herejía de Nestorio (que se oponía al uso del título de “Madre de Dios”) y definieron solemnemente el dogma de la maternidad divina de María. “El Concilio decretó que la Virgen fuera invocada bajo ese glorioso título con las palabras: ‘Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte’” (El admirable secreto del Santo Rosario, 44). Por lo tanto, san Luis María lo reporta como cierto. En cualquier caso, el testimonio escrito más antiguo que conocemos, que contiene el avemaría en su formulación completa, se encuentra en el libro de oraciones utilizado por el franciscano Antonio da Stroncone (c. 1381 - 1461) y que se conserva hoy en la iglesia de San Damián, en Asís.
Hablando de los franciscanos, san Antonio ya menciona la costumbre de los predicadores de rezar un avemaría al comienzo de su discurso, para obtener el favor divino. Al fin y al cabo, la misma Virgen le explicó al Beato Alain: “Así como Dios eligió el saludo angélico para obrar la Encarnación de su Verbo y la Redención de los hombres, así los que quieren reformar las costumbres y regenerar los pueblos en Cristo Jesús deben honrarme y obedecerme con el mismo saludo. Yo soy el camino elegido por Dios para venir a los hombres; por eso, después de Jesús, a mí deben acudir en busca de gracia y virtudes”.
A santa Matilde de Hackeborn (†1298), que se preguntaba cómo podía saludar a la Virgen de la forma más dulce posible, la Madre celestial le reveló que nadie podía darle un saludo más dulce que el avemaría que Dios mismo le dirigió por primera vez a través de su ángel. La propia santa Matilde rezó a la Virgen para que la asistiera con su presencia en la hora de la muerte. La Virgen le prometió que lo haría, “pero tú, para ello, rezarás tres avemarías cada día”. Y añadió que el primer avemaría debía ser en acción de gracias al Padre celestial, por el poder que le había dado; el segundo en honor del Hijo, por el don de la sabiduría; el tercero en honor del Espíritu Santo, por la abundancia de amor con que la había revestido. Sólo Dios sabe cuántos creyentes ordinarios, papas y santos –desde Alfonso María de Ligorio hasta Gemma Galgani, desde el Cura de Ars hasta Maximiliano Kolbe- han practicado esta devoción a lo largo de los siglos. Lo que nos recuerda, al igual que el Magnificat, que toda alabanza a María repercute en la Santísima Trinidad y es causa de salvación.
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