sábado, 28 de agosto de 2021

La voluntad de Dios....

 

Renunciar a la voluntad propia para acoger la de Dios



Necesidad de conformarse con la voluntad de Dios

Si queremos hacernos santos, nuestro único deseo ha de ser renunciar a la voluntad propia para abrazarnos con la de Dios, porque la médula de todos los preceptos y consejos divinos estriba en hacer y padecer cuanto Dios quiere y como lo quiere. Roguemos, por tanto, al Señor que nos dé santa libertad de espíritu, libertad que nos hará abrazar cuanto agrada a Jesucristo, a pesar de las repugnancias del amor propio o del respeto humano. El amor de Jesucristo pone a sus amantes en una total indiferencia, siendo para ellos todo igual, lo dulce como lo amargo; nada quieren de lo que les agrada a sí mismos, y quieren cuanto agrada a Dios; con la misma paz se dan a las cosas grandes que a las pequeñas, e igualmente reciben las cosas gratas que las ingratas; les basta agradar a Dios en todo.

Dice San Agustín: «Ama y haz lo que quieras»; ama a Dios y haz lo que quieras. Quien ama a Dios en verdad no anda tras otros gustos que los de Dios, y en esto sólo halla su contentamiento, en dar gusto a Dios. Santa Teresa escribía: «¡Oh Señor, que todo el daño nos viene de no tener puestos los ojos en vos, que, si no mirásemos otra cosa sino el camino, presto llegaríamos; mas damos mil caídas y tropiezos y erramos el camino por no poner los ojos, como digo, en el verdadero camino». He aquí, por tanto, cuál ha de ser el único fin de todos nuestros pensamientos, de las obras, de los deseos y de nuestras oraciones: el gusto de Dios; éste es el camino que ha de conducirnos a la perfección: ir siempre en pos de la voluntad de Dios.

Dios quiere que le amemos con todo nuestro corazón: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón [1]. Aquella alma ama a Dios con todo su corazón, que repite sinceramente con el Apóstol: Señor, ¿qué quieres que yo haga? [2]. Señor, dadme a conocer qué queréis de mí, que dispuesto estoy a hacerlo todo. Y entendamos esto bien, que cuando queremos lo

que Dios quiere, entonces queremos nuestro mayor bien, pues Dios a la verdad que no quiere sino nuestro verdadero bien. Decía San Vicente de Paúl: «La conformidad con el divino querer es el tesoro del cristiano y el remedio de todos nuestros males, porque implica la abnegación de sí mismo y la unión con Dios y todas las virtudes». La suma de toda la perfección está encerrada en estas palabras: Señor, ¿qué queréis que yo haga? Nos promete Jesucristo que no perecerá un cabello de vuestra cabeza [3]; es decir, que el Señor nos remunera cualquier buen pensamiento que por darle gusto hayamos tenido y no deja sin recompensa cualquier tribulación que con paz y alegría hayamos sobrellevado para conformarnos con su santa voluntad. Escribió Santa Teresa: «¡Bienaventurados trabajos, que aun acá en la vida tan sobradamente se pagan!».

Mas nuestra conformidad con el divino querer ha de ser entera y sin reserva, constante e irrevocable; que en esto, repito, se cifra toda la perfección y a esto deben encaminarse todas nuestras obras, todos nuestros deseos y todas nuestras oraciones. Algunas almas dadas a la oración, al leer los éxtasis y raptos de Santa Teresa de Jesús, de San Felipe Neri y de otros santos, entran en deseos de tener y disfrutar esta unión sobrenatural. Estos deseos hemos de desecharlos, por contrarios a la humildad; si queremos santificarnos, debemos desear la verdadera unión con Dios, que consiste en unir totalmente nuestra voluntad con la suya. «En lo que está la suma de la perfección –dice Santa Teresa– claro está que no es en regalos interiores ni en grandes arrobamientos ni visiones, ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiere, que no la queramos con toda nuestra voluntad, y tan alegremente tomemos lo sabroso como lo amargo, entendiendo que lo quiere Su Majestad… 

Ésta es la unión que yo deseo y querría en todas». Y poco más adelante prosigue: «¡Oh, qué de ellos habrá que digamos esto, y nos parezca que no queremos otra cosa, y moriríamos por esta verdad!». La verdad es que muchos decimos: Os doy, Señor, mi voluntad; no quiero sino lo que vos queréis, y, sin embargo, al sobrevenir cualquier contrariedad, no sabemos resignarnos a la voluntad divina. De aquí procede el lamentarse de tener mala suerte en el mundo, lamentarse de que todas las desgracias caen sobre nosotros y, por tanto, vivir vida desgraciada.

Si estuviéramos unidos con la voluntad de Dios en todas las adversidades, ciertamente que nos santificaríamos y seríamos los más felices del mundo. Esforcémonos, pues, cuanto podamos, por tener nuestra voluntad unida con la de Dios en todas las cosas que nos sucedan, sean gratas o ingratas. A algunos les pasa lo que a la veleta, que gira según el viento; si el viento es bonancible, según sus deseos, ahí los tenéis alegres y suaves; pero, si sopla el regañón y las cosas no van como la seda, ahí los tenéis tristes e impacientes, y de ahí que no se santifiquen, sino que vivan vida desgraciada, porque en la tierra son más frecuentes las cosas adversas que las favorables. San Doroteo enseñaba que el gran medio de conservarse en continua paz y tranquilidad de corazón es el recibirlo todo de manos de Dios, venga como viniere; por lo que cuenta el Santo que los antiguos Padres del yermo nunca andaban airados ni melancólicos, porque todo lo que les acaecía lo tomaban alegremente, como venido de las manos de Dios.

Práctica del amor a Jesucristo

 San Alfonso María de Ligorio

Oracion familiar...

 

Transmitir la fe en la familia



Nunca debe desfallecer la oración por los hijos: es siempre eficaz, aunque a veces, como en la vida de San Agustín, tarden algún tiempo en llegar los frutos. Esta oración por la familia es gratísima al Señor, especialmente cuando va acompañada por una vida que procura ser ejemplar. San Agustín nos dice de su madre que también «se esforzó en ganar a su esposo para Dios, sirviéndose no tanto de palabras como de su propia vida»6; una vida llena de abnegación, de alegría, de firmeza en la fe. Si queremos llevar a Dios a quienes nos rodean, el ejemplo y la alegría han de ir por delante. Las quejas, el malhumor, el celo amargo poco o nada consiguen. La constancia, la paz, la alegría y una humilde y constante oración al Señor, lo consiguen todo.


El Señor se vale de la oración, el ejemplo y la palabra de los padres para forjar el alma de los hijos. Junto a una vida ejemplar, que es una continuada enseñanza, los padres han de enseñar a sus hijos modos prácticos de tratar a Dios, muy especialmente en los primeros años de la infancia, apenas comienzan a balbucear las primeras palabras: oraciones vocales sencillas que se transmiten de generación en generación, fórmulas breves, claramente comprensibles, capaces de poner en sus corazones los primeros gérmenes de lo que llegará a ser una sólida piedad: jaculatorias, palabras de cariño a Jesús, a María y a José, invocaciones al Ángel de la guarda... Poco a poco, con los años, aprenden a saludar con piedad las imágenes del Señor o de la Virgen, a bendecir y dar gracias por la comida, a rezar antes de irse a la cama. Los padres jamás deben olvidar que sus hijos son ante todo hijos de Dios, y que han de enseñarles a comportarse como tales.


En ese clima de alegría, de piedad y de ejercicio de las virtudes humanas, en sus muchas manifestaciones de laboriosidad, sana libertad, buen humor, sobriedad, preocupación eficaz por quienes padecen necesidad... nacerán con facilidad las vocaciones que la Iglesia necesita, y que serán el mayor premio y honor que reciban los padres en este mundo. Por eso el Papa Juan Pablo II exhortaba a los padres a crear una atmósfera humana y sobrenatural en la que pudieran darse esas vocaciones. Y añadía: «Aunque vienen tiempos en los que vosotros, como padres o madres, pensáis que vuestros hijos podrían sucumbir a la fascinación de las expectativas y promesas de este tiempo, no dudéis; ellos se fijarán siempre en vosotros mismos para ver si consideráis a Jesucristo como una limitación o como encuentro de vida, como alegría y fuente de fuerza en la vida cotidiana. Pero sobre todo no dejéis de rezar. Pensad en Santa Mónica, cuyas preocupaciones y súplicas se fortalecían cuando su hijo Agustín, futuro obispo y Santo, caminaba lejos de Cristo y así creía encontrar su libertad. ¡Cuántas Mónicas hay hoy! Nadie podrá agradecer debidamente lo que muchas madres han realizado y siguen realizando en el anonimato con su oración por la Iglesia y por el reino de Dios, y con su sacrificio. ¡Que Dios se lo pague! Si es verdad que la deseada renovación de la Iglesia depende sobre todo del ministerio de los sacerdotes, es indudable que también depende en gran medida de las familias, y especialmente de las mujeres y madres». Ellas pueden mucho delante de Dios, y delante del resto de la familia