sábado, 27 de noviembre de 2021

El Amor de Dios...

 

El amor de Dios

Jesús dijo a sus discípulos: “El que me ama, cumplirá mi palabra, y mi Padre lo amará, y nosotros iremos a él y haremos nuestra morada con él”. Juan 14, 23

Si no podemos comprender a Dios, tampoco podemos comprender su amor.

El amor de Dios no se puede comprender

Ninguna mente humana puede comprender a Dios. No podemos definir a Dios. No podemos proporcionar una cuenta completa sobre quién es Él. Él “habita en luz inaccesible” (1 Tim. 6,16 ). Si Dios es incomprensible, también lo es Su amor. Si bien podemos y debemos hablar con sinceridad sobre Su amor, nunca podremos comprenderlo, porque es un amor divino, tan diferente de nuestro amor como Su ser es diferente de nuestro ser.

Dios es amor

Cuando Dios usa cosas creadas como leones para hablar sobre sí mismo en la Biblia, está hablando de manera analógica. Esto significa que las cosas que usa para describirse a Sí mismo no son idénticas a Él ni completamente diferentes a Él. Es una roca, por ejemplo, no porque esté hecho de piedra. Cuando Él se llama “roca” a Sí mismo, no debemos mapear todo lo rocoso de una roca sobre Él punto por punto. Cuando dice que es una roca, quiere decir algo de lo que queremos decir cuando nos referimos a una roca, es decir que no está hecho de piedra, pero es sólido y confiable. Nos podemos sostener y apoyar en Él.

Cuando leemos “Dios es amor”, sabemos algo de lo que es el amor por lo que ha hecho, pero Su amor nunca debe identificarse punto por punto con ningún amor creado que ya conozcamos.

Después del pecado, Dios no nos ha abandonado, porque Dios es amor. Él ama al mundo que hizo y nos ama a nosotros, aunque estemos rotos.

Dios nos ama tanto que envió a Su único Hijo para convertirse en uno de nosotros y salvarnos.

En su ministerio, Jesús viajó por las colinas de Galilea y Judea. Enseñó la palabra de Dios, curó a los enfermos, dio vista a los ciegos e incluso resucitó a los muertos. En todos los sentidos, demostró el amor de Dios por nosotros y su deseo de sanarnos tanto espiritual como físicamente.

Y finalmente, este Hombre – Dios abrió el camino para que tuviéramos vida eterna.

El amor de Dios en Su Cruz

Para Jesús, el camino era costoso. Recorrió el camino de los dolores y terminó con Su muerte en la Cruz. Jesús estuvo dispuesto a sufrir y morir por nosotros porque Su muerte nos permitiría saldar nuestros pecados y vivir con Dios para siempre.

Aunque era Dios encarnado, Jesús se dejó azotar, escupir y coronar de espinas. Se dejó crucificar con clavos en manos y pies. Ofreció Su vida como un acto de amor por nosotros, un acto tan perfecto, tan puro y tan valioso que pagó por todos los pecados del mundo entero.

Esto era algo que sólo Dios podía hacer. No importa lo que podamos hacer para expiar nuestros pecados, somos meras criaturas finitas y nunca podríamos pagar nuestras ofensas contra la infinita santidad de Dios. Pero Dios podía pagar por ellos y, como nos ama, lo hizo.

Después de la crucifixión, Jesús resucitó de entre los muertos. La Resurrección sirve como signo de lo que espera a todos los que se vuelven a Dios. Un día Jesús regresará, y aquellos que han amado a Dios experimentarán su propia gloriosa resurrección, el derrocamiento de la muerte y la vida eterna en el amor de Dios.

Por Su inmenso amor nos dio a Su Madre

Como regalo final, justo antes de morir, Jesús entregó Su madre al discípulo amado, Juan. Este fue un regalo para todos nosotros, un intercambio y una expansión de Su familia. En este intercambio, la tradición ha enseñado desde hace mucho tiempo, también nos confió a todos a su cuidado maternal. Jesús no estaba minimizando su relación con Su madre a través de estas palabras dadas a la multitud, la estaba expandiendo. Tiene hambre, a través del amor divino, de incluirnos a todos como familia de Dios.

Como ocurre con muchos de los tesoros de la fe católica, el tesoro de María es un regalo siempre digno de ser recibido. Pasar de la aceptación de María como Madre del Señor a María como “mi madre” requiere siempre el don de la fe.

Y además de aceptarnos como Su familia, nos regala a Su Madre para que interceda por nosotros, como bien lo hizo en el pasaje de las bodas de Caná, cuando logró que Jesús hiciera Su primer milagro, a pesar de que aún no había llegado Su hora.

Si María intercedió estando en la tierra, con mayor razón y fuerza lo hará estando plenamente unida a Dios en el cielo. ¿Y qué no hará Jesús por Su Madre que tuvo una vida de fe y obediencia? Conociendo el Señor esto, y sabiendo de nuestra necesidad, ha tenido a bien en su infinito amor, darnos a Su Madre como madre nuestra.

El amor de Dios nos lleva a amar al Prójimo

La contemplación del amor divino en su plenitud bíblica nunca es algo que termine en sí mismo. Nuestro descanso en Dios nunca encuentra su satisfacción en nosotros mismos, sino que siempre nos lleva fuera de nosotros hacia Él y hacia los demás. El amor de Dios debe ser vivido y aprendido. El amor de Dios por nosotros engendra amor en nosotros por Él y por los demás. La verdadera Palabra de amor que tenemos en la Biblia, si la tenemos de verdad, permanecerá en nosotros y no volverá vacía, ya que, por gracia de Dios, hacemos que los reflejos del amor inconmensurable de Dios sean visibles para otros en nuestra propia vida.

Pidámosle a Dios estar en Su amor

Señor, Te amo y deseo amarte de una manera más perfecta este día. Ayúdame a aferrarme a Tu perfecta voluntad en todas las cosas. Ayúdame a abrazar la perfecta obediencia a Ti siempre. En ese acto de amor y sumisión, ven y haz Tu morada dentro de mí. Jesús, yo confío en Ti.

Quien posee el amor de Dios, encuentra en ello tanta alegría, que cualquier amargura se transforma en dulzura y todo gran peso se vuelve ligero. -Santa Catalina de Siena

Fuentes:

Madre Maria...

 

Significado de la Medalla Milagrosa - Adelante la Fe

por

El 27 de noviembre la Iglesia celebra la Virgen de la Medalla Milagrosa, que en 1830 se apareció a Santa Catalina Labouré (1806-1876), a la sazón joven novicia de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl.

Las apariciones de la Virgen tuvieron lugar en París, en la casa matriz de las hijas de la Caridad, en la Rue du Bac. En la segunda de dichas apariciones, el 27 de noviembre de 1830, cuenta la religiosa que vio cómo se formaba en torno a la Virgen un marco de forma ovalada arriba del cual aparecían las siguientes palabras: «Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos», escritas con letras doradas. Oyó entonces una voz que le decía: «Manda acuñar una medalla conforme a este modelo. Todas las personas que la porten al cuello obtendrán grandes gracias. Las gracias serán abundantes para quienes la porten con confianza».

De acuerdo con la petición de Nuestra Señora, en 1832 se acuñaron los 1500 primeros ejemplares de la medalla. A partir de ese momento se multiplicaron las gracias, hasta el punto de que en poco tiempo llegó a ser conocida como milagrosa. El padre Charles-Eléonore Dufriche Degenettes, párroco de Nuestra Señora de las Victorias, dio un impulso extraordinario a su difusión fundando la Confraternidad del Santo e Inmaculado Corazón de María y la propagó repartiendo millones de ejemplares por todo el mundo. Igualmente extraordinario fue el impulso que cobró gracias a la milagrosa conversión el judío Alphonse Ratisbonne, a quien  el 20 de enero de 1842 se le apareció la Virgen cuya efigie figura en la medalla en la iglesia de San Andrés delle Fratte, en Roma.

En 1880, con ocasión del cincuentenario de las apariciones de la Rue du Bac, León XIII declaró auténtica la conversión de Ratisbonne y concedió la fiesta de la Medalla, que se celebra cada 27 de noviembre. Catalina Labouré había fallecido hacía cuatro años, el 31 de diciembre de 1876, sin que nadie tuviera noticia de su existencia. Cuando Pío XI la beatificó el 28 de mayo de 1933, se exhumó su cuerpo y fue hallado incorrupto; actualmente se venera en la capilla de Medalla Milagrosa a los pies del altar de la Virgen que se le apareció.

El 27 de julio de 1947 Pío XII canonizó a Santa Catalina Labouré. Al día siguiente, ofreció a los peregrinos congregados en Roma una meditación sobre la importancia del   nascondimento   humano resumiendo la misión de Santa Catalina Labouré con estas palabras: «Ama nesciri: ama pasar desapercibido; dos palabras prodigiosas, sorprendentes para un mundo que no comprende, pero que infunden regocijo al cristiano que sabe contemplar la luz saboreando sus delicias. Ama nesciri! Toda la vida, toda el alma de Catalina Labouré se sintetiza en estas dos breves palabras».

Hasta después de su muerte, no conoció el mundo la misión que la Divina Providencia había confiado a Santa Catalina Labouré. La Medalla Milagrosa posee un significado simbólico para nuestros tiempos. Expresa una gran verdad de la fe: la realeza universal de María, mediadora de todas las gracias y corredentora del género humano. La Virgen, Reina del Cielo y de la Tierra, apoya victoriosamente los pies sobre el globo del mundo y hace llegar en sus manos gracias a los hombres que viven y padecen en él.

La Medalla Milagrosa es también símbolo de las gracias que reparte la Virgen. Ciertamente es un regalo del Cielo a los hombres, al igual que el santo escapulario del Carmen que concedió a San Simón Stock (1165-1265). La Virgen ha prometido que todas las personas que la lleven obtendrán grandes gracias, confirmando con esta promesa que los fieles reciben gracias divinas a través de las manos de Ella.

¿Cuáles son las gracias relacionadas con la Medalla Milagrosa? A quienes la porten la Virgen les garantiza una protección continua, inagotable y universal para el alma y el cuerpo, en la vida y en la muerte, para todos y para siempre; una protección constante, infalible e indefectible porque se funda en el poder de Dios, como subraya acertadamente el padre Francesco Maria Avidano (1895-1971), que publicó un estudio titulado Il grande Messaggio Mariano del 1830 (Propaganda Mariana, Casale Monferrato 1953, pp. 179-180).

La Medalla es, por tanto, un escudo, porque quien la lleva está bajo el especialísimo amparo de la Madre de Dios. La Virgen confirma su poderosa protección maternal en toda dificultad material, y sobre todo espiritual. Es un escudo contra las adulaciones del mundo, contra las seducciones del demonio y las tentaciones de la carne, los tres enemigos internos del hombre.

Pero la Medalla es más que un escudo protector: es también una bandera que encarna un ideal de fe y valentía. Quien la porta no sólo obtiene la gracia de la protección, sino también del combate contra los enemigos de Dios. La cruz que se alza sobre la M de María recuerda la del lábaro de Constantino que lucía en los estandartes de las legiones romanas y es, igualmente, símbolo de combate y de victoria. Al regalarnos esta medalla, Dios nos recuerda que quiere triunfar en la batalla por medio de María.

Por consiguiente, la Medalla Milagrosa es timbre de gloria quien la porta. El mundo se asombra del valor que atribuyen los católicos a esta medalla, y sin embargo no se sorprende del que se atribuye a, por ejemplo, una moneda de oro. El valor de un objeto no procede de su valor material intrínseco, sino del que se le atribuye, del prestigio que le reconocen los hombres. Una bandera no es más que un trozo de tela, pero representa a la Patria, y el soldado da la vida por ella. El valor de la Medalla es inmenso, porque depende de la voluntad expresa de María, de su promesa formal y solemne: «Las gracias serán abundantes para quienes la porten con confianza».

La Medalla Milagrosa es símbolo de nuestra confianza. La devoción a María nos ayuda a esperar en la perseverancia final, esa asistencia a la hora de la muerte que invocamos a diario en cada avemaría. Nuestra confianza se alimenta con la devoción a la Medalla Milagrosa. Tenemos la certidumbre de que quien porta la medalla puede contar toda la vida con la protección de la Bienaventurada Virgen María, pero sobre todo en el momento culminante de su existencia, aquel en el que comparezca al juicio de Dios.

(Traducido por Bruno de la Inmacula