Innumerables motivos para dar gracias continuamente
El principal reproche que San Pablo dirige a los paganos es que, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias. No seamos nosotros ingratos. Este año por el que damos gracias ha estado lleno de dones del Señor: unos claros y visibles; otros, a veces más valiosos, han pasado ocultos: peligros del alma y del cuerpo de los que nos ha librado nuestro Padre Dios; personas a las que hemos conocido y que tendrán una importancia decisiva en nuestra salvación; gracias y ayudas que nos han pasado inadvertidas; incluso acontecimientos que quizá hemos interpretado como algo negativo (una enfermedad, un fracaso profesional...) veremos más tarde que han sido un regalo de Dios. Nuestra vida entera es un bien inmerecido. Por eso las acciones de gracias han de ser continuas: deben ser actos de piedad y de amor para ser practicados siempre. Comprendemos que en el Prefacio de la Santa Misa, la Iglesia nos recuerde todos los días que es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo. También cuando nos llega el dolor o la enfermedad: ¡Dios mío, gracias! Y el alma se llena de paz, porque entiende que de aquello que parece poco grato o no deseable, Dios sacará mucho fruto. «Este gracias es como el leño que Dios mostró a Moisés, que arrojado en las aguas amargas, las trocó en dulces (cfr. Ex 15, 25)».
El Fundador del Opus Dei acostumbraba a recomendar a sus hijos que dieran gracias al Señor pro universis beneficiis... etiam ignotis, por todos sus beneficios, también por los que nos pasan inadvertidos. Posiblemente «uno de nuestros mayores sonrojos al llegar al juicio procederá de ahí: de la cantidad enorme de regalos divinos que no supimos apreciar, y agradecer, como tales dones; de los disgustos innecesarios que nos llevamos por lo que calificamos de indiferencia divina para nuestras oraciones. Al menos entonces sí que le daremos gracias, avergonzados, porque tuvo la bondad de no escuchar tantas peticiones necias como le formulamos. Es muy posible que, de hacernos caso y prestar satisfacción literal a nuestros ruegos, hubiéramos de escuchar el último día las mismas palabras que aquel atormentado Epulón, triunfador aquí abajo: Hijo, acuérdate de que recibiste ya tus bienes en la vida (Lc 16, 25)».
¡Qué sorpresa cuando descubramos que los hombres, con más fe y visión sobrenatural, habrían podido ver un gran bien en muchos de los acontecimientos que consideraron como un mal! Nuestra gratitud está muy relacionada con el Cielo, del que es ya un adelanto, pero también con el Purgatorio. «¡Cómo agradeceremos al Señor los sinsabores que permitió en nuestra vida! Son delicadezas de un Padre que desea ver a sus hijos limpios, purificados, prontos para acudir junto a Él, inmediatamente, al concluir nuestro viaje por este mundo. Como nos ama, no quiere para nosotros la dilación de un imprescindible Purgatorio, y nos hace la merced de facilitarlo en esta vida. Al final le daremos gracias, sobre todo, porque haya accedido en particular a una de nuestras oraciones: esa en la que, tal vez sin darnos cuenta, le pedimos con la Iglesia spatium verae penitentiae, oportunidad para una verdadera y fructuosa penitencia».
Demos gracias al Señor en todo tiempo y lugar, en cualquier circunstancia, pero de modo muy particular en la Santa Misa, la Acción de gracias por excelencia. Y con la Liturgia de la Misa, le decimos: Te ofrecemos, Señor, este sacrificio de alabanza en acción de gracias por los dones que nos has concedido; ayúdanos a reconocer que es dádiva tuya lo que hemos recibido sin merecerlo.
Meditacion diaria.