viernes, 24 de septiembre de 2021

El Sagrario....

Jesús nos espera en el Sagrario



 Jesús, a quien ahora veo escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria, rezamos en el Himno Adoro te devote.


Un día, con la ayuda de la gracia, veremos a Cristo glorioso lleno de majestad que nos recibe en su Reino. Le reconoceremos como al Amigo que nunca nos falló, a quien procuramos tratar y servir aun en lo más pequeño. Estando muy metidos en medio del mundo, en las tareas seculares que a cada uno han correspondido, y amando ese mundo, que es donde debemos santificarnos, podemos decir, sin embargo, con San Agustín: «la sed que tengo es de llegar a ver el rostro de Dios; siento sed en la peregrinación, siento sed en el camino; pero me saciaré a la llegada». Nuestro corazón solo experimentará la plenitud con los bienes de Dios.


Ya tenemos a Jesús con nosotros, hasta el fin de los siglos. En la Sagrada Eucaristía está Cristo completo: su Cuerpo glorioso, su Alma humana y su Persona divina, que se hacen presentes por las palabras de la Consagración. Su Humanidad Santísima, escondida bajo los accidentes eucarísticos, se encuentra en lo que tiene de más humilde, de más común con nosotros –su Cuerpo y su Sangre, aunque en estado glorioso–; y especialmente asequible: bajo las especies de pan y de vino. De modo particular en el momento de la Comunión, al hacer la Visita al Santísimo..., hemos de ir con un deseo grande de verle, de encontrarnos con Él, como Zaqueo, como aquellas multitudes que tenían puesta en Él toda su esperanza, como acudían los ciegos, los leprosos... Mejor aún, con el afán y el deseo con que le buscaron María y José, como hemos contemplado tantas veces en el Quinto misterio de gozo del Santo Rosario. 


A veces, por nuestras miserias y falta de fe, nos podrá resultar costoso apreciar el rostro amable de Jesús. Es entonces cuando debemos pedir a Nuestra Señora un corazón limpio, una mirada clara, un mayor deseo de purificación. Nos puede ocurrir como a los Apóstoles después de la resurrección, que, aunque estaban seguros de que era Él, no se atrevían a preguntarle; tan seguros que ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle: ¿Tú quién eres?, porque sabían que era el Señor. ¡Era algo tan grande encontrar a Jesús vivo, el de siempre, después de verle morir en la Cruz! ¡Es tan inmenso encontrar a Jesús vivo en el Sagrario, donde nos espera!

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