jueves, 12 de agosto de 2021

La Confesion....

 

Solo el sacerdote puede perdonar los pecados



 La potestad de perdonar los pecados fue entregada a los Apóstoles y a sus sucesores

 Solo tiene facultad de perdonar los pecados quien haya recibido el Orden sacramental. San Basilio comparaba la Confesión con el cuidado a los enfermos, comentando que así como no todos conocen las enfermedades del cuerpo, tampoco las enfermedades del alma las puede curar cualquiera20. Pero, a diferencia de los médicos, al sacerdote no le viene su poder de su ciencia, ni de su prestigio, ni de la comunidad, sino que le llega directa y gratuitamente de Dios, a través del sacramento del Orden.


Por disposición divina, para mejor ayudar al penitente a ser sincero y a profundizar en las raíces de su conducta, así como para defender la pureza del Cuerpo Místico de Cristo, el confesor, que hace las veces de Cristo, debe juzgar las disposiciones del pecador –el dolor y propósito de la enmienda– antes de admitirle por la absolución a una más plena comunión con la Iglesia. Por eso, el sacramento de la Penitencia es un verdadero juicio al que se somete el pecador; pero es un juicio que se ordena al perdón del que se declara culpable. «¡Mira qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! —Porque en los juicios humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona.

»¡Bendito sea el santo Sacramento de la Penitencia!»

El sacerdote no podría absolver a quien no está arrepentido de su pecado; a los que, pudiendo, se niegan a restituir lo robado; a quienes no se deciden a abandonar la ocasión próxima de pecado; y, en general, a quienes no se proponen seriamente apartarse de los pecados y enmendar su vida. Ellos mismos se excluyen de esta fuente de misericordia.


El juicio del sacramento de la Penitencia es, en cierto modo, adelanto y preparación del juicio definitivo, que tendrá lugar al final de la vida. Entonces comprenderemos en toda su profundidad la gracia y la misericordia divina en el momento en que se nos perdonaron los pecados. 

Nuestro agradecimiento no tendrá entonces límites, y se manifestará en dar gloria a Dios eternamente por su gran misericordia. Pero el Señor nos quiere también agradecidos en esta vida. Demos gracias a Dios y pidamos que nunca falten en su Iglesia sacerdotes santos, dispuestos a impartir este sacramento con amor y dedicación.


El incomparable bien que el Señor nos otorgó al instituir el sacramento de la Penitencia se desprende de muchas razones, que nos mueven a ser agradecidos con Él y a amar cada vez más este sacramento. Su consideración nos ayudará también a cuidar mejor la frecuencia con la que lo recibimos.

En primer lugar, la Confesión no es un mero remedio espiritual que el sacerdote posee para sanar el alma enferma o incluso muerta a la vida de la gracia. Esto es mucho, pero a nuestro Padre Dios le pareció poco. Y lo mismo que el padre de la parábola no concedió el perdón a su hijo a través de un emisario, sino que corrió él en persona a su encuentro, así el Señor, que anda buscando al pecador, se hace presente en la persona del confesor y nos acoge. Cristo mismo, por medio del sacerdote, nos absuelve, porque cada sacramento es acción de Cristo.


En la Confesión encontramos a Jesús, como le encontró el buen ladrón, o la mujer pecadora, o la samaritana, y tantos otros...; como el mismo Pedro, después de sus negaciones. Por ser la remisión de los pecados una acción de Cristo, es a la vez una acción de su Cuerpo Místico inseparable, que es la Iglesia.


También hemos de dar gracias por la universalidad de este poder otorgado a la Iglesia, en la persona de los Apóstoles y de sus sucesores. El Señor está dispuesto a perdonarlo todo, de todos y siempre, si encuentra las debidas disposiciones. «La omnipotencia de Dios –dice Santo Tomás– se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera de demostrar que Dios tiene el poder supremo es perdonar libremente».


Jesús nos dice: he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. En la Confesión nos da la oportunidad de vaciar el alma de toda inmundicia, de limpiarla bien: «Imagina que Dios te quiere hacer rebosar de miel: si estás lleno de vinagre, ¿dónde va a depositar la miel?, pregunta San Agustín. Primero hay que vaciar lo que contenía el recipiente (...): hay que limpiarlo aunque sea con esfuerzo, a fuerza de frotarlo, para que sea capaz de recibir esta realidad misteriosa». De este modo, con ese pequeño esfuerzo que supone la delicada recepción frecuente del sacramento, el examen diligente, el dolor y el propósito bien hechos, el Espíritu Santo va logrando en nuestra alma la delicadeza de conciencia: no la conciencia escrupulosa, que ve pecado donde no lo hay, sino la finura interior que afianza una fuerte decisión de tener horror al pecado mortal y de huir de las ocasiones de cometerlo, a la vez que hace crecer el empeño sincero de detestar el pecado venial. De este modo, la Confesión nos llena de confianza en la lucha, y quienes la practican experimentan que es ciertamente «el sacramento de la alegría». ¿Cómo no agradecer al Señor esa muestra patente de su misericordia? ¿Cómo no valorar –y dar a conocer a otros– cada vez más este sacramento?


Con la eficacia silenciosa de su acción incesante, en el sacramento de la Penitencia el Espíritu Santo nos va dando el «sentido del pecado», nos enseña a dolernos más, a valorar con más profundidad la ofensa a Dios, e infunde en nosotros un espíritu filial de desagravio y de reparación. Por eso, la Confesión puntual, contrita, bien preparada, es manifestación inequívoca de espíritu de penitencia. Agradezcamos al Espíritu Santo haber inspirado a los Pastores de la Iglesia el fomento de la Confesión frecuente: con ella progresamos en la humildad, combatimos con eficacia las malas costumbres –hasta desarraigarlas–, podemos hacer frente a la tibieza, robustecemos nuestra voluntad y aumenta en nosotros la gracia santificante, en virtud del sacramento mismo. ¡Cuántos beneficios nos concede el Señor a través de este sacramento!