jueves, 24 de diciembre de 2020

El Nacimiento de Jesús Visión de María Valtorta

Nacimiento de Jesus con todos los detalles...




Las visiones de María Valtorta


María nació en Caserta, Italia, el 14 de marzo de 1897 . Hacia el año 1942, por mediación de un sacerdote de la Orden de los Siervos de María, que durante cuatro años fue su director Espiritual, María empieza a escribir y describir sus visiones y dictados celestiales.
En poco tiempo se transformó en un instrumento dócil, a través del cual Dios nos entregó revelaciones en cantidad: en medio de dolores y enfermedad María escribió quince mil páginas de cuaderno. Ella misma reconoció que no dispuso de medio humano alguno para elaborar sus escritos: absolutamente todo le fue dictado o revelado en visiones, que ella transcribió en sus escritos.
Esta obra maestra, monumento de doctrina y literatura, es una colección de varios tomos denominada Poema de El Hombre-Dios.
María Valtorta sufrió en vida muchas tribulaciones, tristezas y enfermedades.

luego de fallecida, su obra continuó con su sufrimiento, ya que resultó controvertida para parte de la iglesia ; Pero como ocurre casi siempre con las obras de Dios, finalmente se impuso a toda adversidad y culminó siendo aprobada oficialmente.
De este modo El Hombre-Dios llega a nosotros, para que gocemos con su lectura y podamos aprender sobre la etapa humana del propio Dios: nuestro Señor Jesucristo se nos presenta junto a Su Madre en forma tangible, accesible a nuestro pobre entendimiento humano.
María Valtorta, nos dejó relatos de la vida de Jesús y María en la tierra, a través de su poema escrito en varios tomos.
A partir de la aprobación formal otorgada por el Obispo Roman Danylak en la Ciudad de Roma, el 13 de febrero de 2002, podemos acceder en forma más abierta a la obra de Valtorta. Monseñor Danylak dijo en su escrito de otorgamiento de Nihil Obstat e Imprimátur al Poema de El Hombre Dios (aprobación de la obra y de la publicación, respectivamente):
“Digo que no hay nada objetable en el Poema de El Hombre-Dios y en todos los demás escritos de Valtorta en lo que respecta a la fe y la moral”.
Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo(Escrito el 6 de junio de 1944)

Veo el interior de este pobre albergue rocoso que María y José comparten con los animales.
La pequeña hoguera está a punto de apagarse, como quien la vigila a punto de quedarse dormido. María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla.
Ora Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia adelante, y parece como si no se cansase con esta posición. Luego se postra contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria.
José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi oscuro. Echa unas cuantas varas.

La llama prende. Le echa unas cuantas ramas gruesas, y luego otras más, porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas las partes de estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta - llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta - debe estar congelado. Acerca sus ma­nos al fuego. Se quita las sandalias y acerca los pies al fuego. Cuando ve que este va bien y que alumbra lo suficiente, se da me­dia vuelta. No ve nada, ni siquiera lo blanco del velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Se pone de pie y despacio se acerca a donde está María.
« ¿ No te has dormido? » le pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que Ella se estremece, y responde: « Estoy orando. »
« ¿ Te hace falta algo? »
« Nada, José. »
« Trata de dormir un poco. Al menos de descansar. »
« Lo haré. Pero el orar no me cansa. »
« Buenas noches, María. »
« Buenas noches, José».
María vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse ven­cer otra vez del sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plega­ria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que pro­duce el borriquillo que algunas veces golpea su pesuña contra el suelo, otra cosa no se oye.
Un rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y parece como hilo plateado que buscase a María. Se alarga, confor­me la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente la alcanza. Ahora está sobre su cabeza que ora. La nimba de su candor.
María levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamase, nuevamente se pone de rodillas. ¡Oh, qué bello es aquí! Levanta su cabeza que parece brillar con la luz blanca de la luna, y una sonrisa sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa está viendo? ¿Qué oyendo? ¿Qué cosa experimenta? Solo Ella puede decir lo que vio, sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo solo veo que a su alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del cielo, parece como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor, sobre todo parece como si de Ella procediese.
Su vestido azul oscuro, ahora parece estar teñido de un suave color de miosotis, sus manos y su rostro parecen tomar el azuli­no de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego. Este color, que me recuerda, aunque muy tenue, el que veo en las visiones del santo paraíso, y el que vi en la visión de cuando vinieron los Magos, se difunde cada vez más sobre todas las cosas, las viste, purifica, las hace brillantes.
La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna, parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. Ya es la Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y esta beatífica, incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que está para darse, se anun­cia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que au­mentan, aumentan cual marea, que suben, que suben cual incien­so, que bajan como una avenida, que se esparcen cual un velo...
La bóveda, llena de agujeros, telarañas, escombros que por mi­lagro se balancean en el aire y no se caen; la bóveda negra, llena de humo, apestosa, parece la bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una lagartija que está entre dos piedras, pare­ce un collar de esmeraldas que alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que descansan parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del pesebre, no es más hier­ba, es hilo de plata y plata pura que se balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.
El pesebre es, en su madera negra, un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda desaparece ante el recamo de perlas en relieve; y el suelo... ¿ qué es ahora? Un cristal encendido con luz blanca; los salientes parecen rosas de luz tiradas como homenaje a él; y los hoyos, copas preciosas de las que broten aromas y perfumes.
La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescen­cia, la Virgen... y de ella emerge la Madre.
Sí. Cuando soy capaz de ver nuevamente la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve sus manitas gorditas co­mo capullo de rosa, y sus piecitos que podrían estar en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo su boquita que parece una fresa selvática y que enseña una lengûita que se mueve con­tra el paladar rosado; que mueve su cabecita tan rubia que pare­ce como si no tuviese ni un cabello, una cabecita redonda que la Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, y lo adora ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no so­bre su cabecita, sino sobre su pecho, donde palpita su corazon­cito, que palpita por nosotros... allí donde un día recibirá la lanzada. Se la cura de antemano su Mamita con un beso inmacu­lado.
El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que lo despierta, pero yo me i­magino que quisieron saludar a su Creador, creador de ellos, crea­dor de todos los animales.
José que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le rodeaba, se estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se filtra una luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se voltea. El buey que está parado no deja ver a María. Ella grita: « José, ven. »
José corre. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está para caer de rodillas donde se encuentra, si no es que María insiste: « Ven, José», se sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al Peque­ñín. Se levanta y va a José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.
A los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.
« Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre» dice María.
Y mientras José se arrodilla, Ella de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice: « Heme aquí. En su Nombre, ¡ oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer tu voluntad. Y con El, yo, María y José, mi esposo. Aquí están tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier cosa, tu voluntad, para gloria tuya y por amor tuyo. » Luego María se inclina y dice: « Tómalo, José» y ofrece al Pequeñín.
« ¿ Yo? ¿ Me toca a mí? ¡ Oh, no! ¡ No soy digno! » José está terriblemente despavorido, aniquilado ante la idea de tocar a Dios.
Pero María sonriente insiste: « Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales. »
José, rojo como la púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que chilla de frío y cuando lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto, se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas: « ¡ Oh, Señor, Dios mío! » y se inclina a besar los piececitos y los siente fríos. Se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, con sus manos procura cubrirlo, ca­lentarlo, defenderlo del viento helado de la noche. Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es peor. Es mejor quedarse aquí. No. Mejor ir entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor. Y se va entre el buey y el asno y se está con las espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes la­terales son una cabeza gris de largas orejas, un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.
María abrió ya el cofre, y sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la ho­guera a calentarlos. Viene a donde está José, envuelve al Niño en lienzos tibios y luego en su velo para proteger su cabecita. «¿ Dón­de lo pondremos ahora?» pregunta.
José mira a su alrededor. Piensa... « Espera » dice. « Vamos a echar más acá a los dos animales y su paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba, y la ponemos aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto. » Y se pone hacer lo dicho, entre tanto María arrulla a su Pequeñín apretándoselo contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la cabecita para darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse descanso, para que se le­vante una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo un poco caliente lo mete dentro para que no se enfríe. Cuando tiene sufi­ciente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita. « Ya está » dice. « Ahora se necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente ... »


« Toma mi manto » dice María.
« Tendrás frío. »
« ¡ Oh, no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él. »
José toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro, y lo pone doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado.
María, con su dulce caminar, lo trae, lo coloca, lo cubre con la extremidad del manto; le envuelve la cabecita desnuda que sobre­sale del heno y la que protege muy flojamente su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, gordito como el puño de un hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre, bienaventura­dos, lo ven dormir su primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado su llanto y han hecho dormir al dulce Jesús.