Fratelli Tutti: una misión imposible

Algún que otro lector me ha pedido que comente la última encíclica del Papa FranciscoFratelli tutti y he emprendido resueltamente la tarea de ir analizando las diversas partes del documento, pero he terminado por llegar a la conclusión de que no merece la pena. No tiene sentido analizar el documento con detalle porque, con todo el respeto, esta encíclica es como una flecha disparada en la dirección equivocada. De nada sirve discutir la velocidad, el viento o el impulso que ha recibido, porque la flecha no puede llegar nunca a la diana: es una misión imposible.

No solo se ha escogido para ella un tema principal ajeno al cristianismo y cuya importancia es insignificante en comparación con cualquier aspecto de nuestra fe, sino que, además, la fe católica enseña expresamente que el fin que promueve la encíclica no puede realizarse, es imposible. Resulta paradójico que precisamente los cristianos, que somos los que sabemos con certeza que ese fin es imposible, nos empeñemos contra viento y marea en promoverlo y proponérselo al mundo.

Como sabrán los lectores, el tema de la encíclica es el logro de la fraternidad humana entre todos los hombres, cristianos o no. Se trata de una fraternidad natural, más allá de las religiones, los países y las culturas, para la que no hace falta la fe ni la gracia de Dios, sino solo, aparentemente, que la impongan los gobiernos o una “autoridad universal”. Es decir, una fraternidad que olvida la doctrina fundamental del pecado original, a pesar de que es precisamente el pecado original lo que ha impedido una y otra vez en la historia que esos proyectos de fraternidad universal puedan tener éxito.

Aparentemente, a juzgar por la lectura de la encíclica, solo tienen malas inclinaciones los nacionalistas, los populistas, los capitalistas, la mafia o los mercaderes de armas. En cambio, los gobiernos, las autoridades mundiales, los emigrantes, los pueblos, las culturas y las religiones son siempre benéficos y, a menudo, oprimidos y distorsionados por los primeros. Esta escena produce la impresión de una ingenua sustitución del pecado original por la lucha de clases entre opresores y víctimas tan querida por la ideología progresista. La conclusión inevitable, sugerida numerosas veces a lo largo de la encíclica, es que la fraternidad universal no se instaurará mediante la fe en Cristo y la redención, sino cuando la educación, la buena voluntad, la apertura al diferente, los “deseos de hermandad” y el diálogo venzan a los opresores y todos seamos felices. Así podremos soñar “como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos” (FT 8).

No es extraño que algunas logias masónicas hayan felicitado al Papa por la encíclica, señalando, con razón, que la masonería fue condenada por la Iglesia varias veces en el pasado por ese mismo intento de promover una fraternidad universal por encima de todas las religiones. Es innegable que los Papas anteriores condenaron en numerosas ocasiones los intentos de sus épocas respectivas de establecer ese tipo de fraternidad humana universal al margen de la fe y más allá de ella. Por ejemplo, Pío XI advertía: “Ciertamente estos intentos no pueden obtener la aprobación de los católicos, ya que están basados en la falsa opinión que considera más o menos buenas y loables todas las religiones, […] los seguidores de esta opinión no sólo viven en el engaño y el error, sino que rechazan la verdadera religión, deformándola y volviéndose lentamente al naturalismo y el ateísmo” (Mortalium Animos). Podrían citarse otros muchos textos papales de condena similares. Obviamente, no estaban diciendo que los sentimientos de fraternidad “de tejas abajo” fueron malos per se, sino que distraían de lo importante, olvidaban como hemos visto el pecado original y, sobre todo, apartaban de la única y verdadera fraternidad que puede satisfacer al ser humano, que es la fraternidad en Cristo y en su única IglesiaNo se nos ha dado otro nombre bajo el cielo que pueda salvarnos.

Por la fe sabemos que, desde el pecado de los primeros hombres, el mundo entero yace en poder del Maligno, del Diablo, que en griego significa el Divisor, el que siembra la división. Bajo su influjo, los hombres están en tinieblas y en sombras de muerte, son esclavos de la muerte y del pecado y no pueden liberarse de las cadenas que los atan. Vio el Señor que la maldad del hombre crecía sobre la tierra, y que todo su modo de pensar era siempre perverso. Pretender salir de esa situación para crear una unidad fraterna universal con las meras fuerzas humanas no es simplemente muy difícil. Es imposible. El único modo de llegar a la unidad fraterna es el milagro de la gracia sobrenatural de Dios, que puede hacer lo que para el ser humano es imposible: Señor, si quieres puedes curarme.

Es Dios quien “envía a su Hijo en carne nuestra, a fin de arrancar por Él a los hombres del poder de las tinieblas y de Satanás, y para reconciliar consigo en Él al mundo” (Ad gentes 3). La verdadera hermandad humana solo se da en Pentecostés, de la mano de Cristo: Camino, Verdad y Vida. La Verdad de Cristo une, porque solo es una, mientras que las mentiras del Diablo separan, porque son innumerables, todas distintas y muchas veces contrapuestas. Así pues, sabemos que el objetivo de lograr una fraternidad mundial sin Cristo está necesariamente destinado al fracaso. En cambio la unidad en Jesucristo no solo es posible, sino que se realizará con toda seguridad, porque así se nos ha prometido: todos los reyes se postrarán delante de él y todas las naciones le servirán. Entonces y solo entonces, habrá verdadera paz entre los hombres: el lobo morará con el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito; el novillo y el león pacerán juntos y un niño los conducirá.

En cambio, es muy difícil no ver con preocupación que uno de los capítulos de la encíclica, el octavo, se titula “las religiones al servicio de la fraternidad en el mundo”. Uno saca la impresión de que se considera que lo importante es la fraternidad universal, mientras que las religiones, incluida la cristiana, están al servicio de esa idea transreligiosa, que es lo que verdaderamente nos une. A eso se suma que, durante todo el texto, el cristianismo se coloca como una más de las múltiples religiones del mundo y, sin ningún rubor, se sustituye la fe sobrenatural por la simple creencia natural en Dios como criterio de actuación, de una forma asombrosamente ingenua. Solo en un pequeño apartado titulado “la identidad cristiana” se reconoce que los cristianos nos basamos en el Evangelio, mientras que los demás, por su parte, “beben de otras fuentes” (FT 277-280, ¡cuatro números de casi trescientos!).

Para apoyar esta fraternidad universal transreligiosa, se pretende contar con el apoyo de San Francisco, o al menos de esa imagen suya tan extendida de santo pacifista. De hecho, se toma una expresión suya como título de la encíclica, Fratelli Tutti (hermanos todos), para hablar de una utópica fraternidad mundial al margen de la fe. La realidad, sin embargo, es que esa expresión de San Francisco iba dirigida a sus hermanos los frailes franciscanos, unidos como hijos de Dios en el bautismo y en el seguimiento de Cristo en la orden franciscana, no a unos supuestos “hermanos” de todas las religiones o sin religión alguna, unidos en una fraternidad puramente mundana. Es más, la frase concreta de donde ha sido tomada la expresión dice “contemplemos, hermanos todos, al buen Pastor, que sufrió la pasión de la cruz para salvar a sus ovejas” (Admonitiones 6). Esa es la fuente de la única fraternidad que vale la pena: Cristo crucificado, el Buen Pastor que derramó su sangre por las ovejas.

También se alega en la encíclica que San Francisco pedía a sus discípulos que, en tierras de sarracenos, “sin negar su identidad”, no promovieran “disputas ni controversias”. Es decir, se da a entender que San Francisco fue el primer promotor de la alergia actual al proselitismo e iba por el mundo intentando evitar toda “contienda” y sustituyéndola por el “sometimiento” ante quienes no compartían su fe, en una especie de protofraternidad universal. Es muy difícil cuadrar esta imagen distorsionada de San Francisco, basada en una cita incompleta y fuera de contexto, con el verdadero San Francisco, que, estando a merced del Sultán, sin ningún miedo, empezó diciendo: “Somos embajadores de nuestro Señor Jesucristo y traemos un mensaje de su parte, para ti y tu pueblo: que creáis en el Evangelio”. Y, por si eso era poco, continuó: “Cuando invades las tierras que has usurpado, los cristianos actúan con justicia, porque blasfemas del Nombre de Cristo y te esfuerzas por alejar de la verdadera Religión a tantas personas como puedes. Si, por el contrario, quisieras conocer, confesar y adorar al Creador y Redentor del mundo, los cristianos te amarían como a ellos mismos”. Desde luego, tenía muy claro que el verdadero amor fraterno solo podía encontrarse en Cristo y en la conversión a Él.

¿Qué hicieron los demás franciscanos en tierra de sarracenos? Lo que San Francisco les mandó: “Jesucristo me ha ordenado que os envíe al país de los sarracenos, como ovejas en medio de lobos, para predicar y confesar su fe y combatir la ley de Mahoma”. Recordemos a los protomártires franciscanos que predicaron en la Sevilla islámica y fueron martirizados en Marruecos en 1220, a San Daniel y compañeros mártires, que murieron en Ceuta en 1227, a San Juan de Perusa y San Pedro de Saxoferrato, martirizados en Valencia, a los mártires franciscanos de Túnez, Granada, Damasco, Etiopía, Turquía y tantos otros. ¿Y la propia Santa Clara? ¿Qué hizo? Llorar en su convento al escuchar el relato de la muerte de los primeros mártires franciscanos, deseando ir también ella a tierra de sarracenos para anunciarles a Cristo. Una fraternidad universal sin Cristo le habría parecido algo absurdo e imposible.

La dedicación a la fraternidad universal más allá de todas las religiones no es un tema nuevo para el Papa o exclusivo de esta encíclica. Al contrario, se podría decir que es el tema estrella de estos últimos años en el Vaticano, desde el documento firmado por el Papa Francisco y un imán musulmán en Abu Dhabi. En aquel documento se ponían ya algunas de las bases sobre las que se asienta esta encíclica: la confusión entre fe sobrenatural y creencias religiosas naturales, la ampliación del concepto de Revelación divina a las religiones no cristianas, el ocultamiento de las enormes diferencias esenciales entre unas religiones y otras o la extraña opinión de que todas las religiones son buenas en sí mismas y una “riqueza” (FT 8) o “expresión de una sabia voluntad divina” (Documento sobre la Fraternidad Humana). Aparentemente y contra toda evidencia, según la nueva encíclica las religiones “no incitan nunca a la guerra” ni a “sentimientos de odio, hostilidad, extremismo, ni invitan a la violencia”, sino que esas cosas son solo “desviación de las enseñanzas religiosas” o “uso político de las religiones” (FT 285). Buenos sentimientos, ciertamente, pero que manifiestan un gran desconocimiento de las religiones no cristianas (en particular la del cofirmante, que se extendió desde el principio por medio de la espada), de que solo se puede encontrar la salvación en Jesucristo y, una vez más, de la doctrina católica del pecado original.

Al hilo de ese tema fundamental, la encíclica recoge multitud de otros temas con el mismo enfoque de construir en la tierra una especie de Reino de Dios en el que el propio Dios es opcional. Uno de estos temas es evidentemente la ecología, que mereció su propia encíclica, Laudato Si. Es evidente que no hay nada de malo en ser limpios, no ensuciar innecesariamente, cuidar el entorno, etc., como por otra parte hace cualquier persona medianamente sensata y decente, pero, desde el punto de vista cristiano, son obligaciones de cuarta categoría. Sin duda puede encontrarse una relación entre estos temas y preceptos cristianos, pero no tiene sentido convertirlos en una preocupación fundamental del cristiano, especialmente cuando son preocupaciones ausentes en dos mil años de cristianismo y, en especial, en la Sagrada Escritura, la Tradición y la predicación del propio Cristo. Los intentos de retorcer las poesías de San Francisco para encontrar algo parecido muestran, por contraste, esa ausencia clamorosa de raíces en la Tradición. Así se llega, como en esta encíclica, a asegurar que el coronavirus no es un castigo divino, pero sí obra de la naturaleza que “gime y se rebela” y “termina cobrándose nuestros atropellos” (FT 34). Se ha pasado de una comprensión teológica del mal como justo castigo divino del pecado a una comprensión naturalista y supersticiosa, que personifica a la naturaleza como un ser a la vez ciego y vengador.

Los muros son otro tema recurrente del Papa Francisco que, como era de esperar, vuelve a aparecer en esta encíclica. De forma temerariamente drástica, se nos asegura que los muros provienen de la inseguridad, el temor y el narcisismo, y que “cualquiera que levante un muro, quien construya un muro, terminará siendo un esclavo dentro de los muros que ha construido, sin horizontes” (FT 27).  Este tipo de afirmaciones, hay que reconocerlo, resultan algo patéticas en boca del Jefe de Estado del único país del mundo rodeado literalmente por un muro y más aún teniendo en cuenta que la Sagrada Escritura elogia constantemente las murallas del pueblo de Dios, sobre las cuales el Papa, los obispos y los sacerdotes han sido colocados como centinelas (cf. Is 62,6).

También reaparecen las armas, con la misma ingenuidad acostumbrada: “con el dinero que se usa en armas y otros gastos militares, constituyamos un Fondo mundial” (FT 245). Como los guardias suizos que rodean al Papa no han vendido por ahora sus pistolas, fusiles y metralletas, cabe deducir que se trata únicamente de una afirmación más de cara a la galería, sin sustancia real. No es extraño que, en una encíclica que recorre estos caminos, tengan que rechazarse las enseñanzas tradicionales de la Iglesia en varios puntos (por ejemplo, sobre la pena de muerte o la guerra justa, cf. FT 258.263-270).

Asimismo, resulta comprensible que los aliados que se buscan sean a veces dudosos, empezando por el imán con el que el Papa escribió el documento de Abu Dhabi y que o bien no conoce los rudimentos de su propia religión o tiene un concepto bastante elástico de lo que es la sinceridad. Quizá el principal aliado encontrado sea el propio Papa Francisco, que, a pesar de criticar dos veces en la encíclica la tan odiada autorreferencialidad, se cita a sí mismo unas 180 veces en el documento.

Otro curioso aliado se encuentra en el pasado, en 1789 para ser más exacto. Un apartado de la encíclica (FT 103-105) se titula nada más y nada menos que “Libertad, igualdad y fraternidad”: el grito de batalla de los revolucionarios franceses que persiguieron el catolicismo, saquearon iglesias y, sedientos de sangre y de terror, asesinaron a infinidad de sacerdotes, religiosos y seglares en el primer genocidio de la época moderna. ¿De verdad es necesario ponerse de esa forma parte de los perseguidores? Quizá no sea una casualidad que los revolucionarios franceses exigieran a los sacerdotes un juramento de fidelidad a los principios de la Revolución por encima de su obediencia al Papa y a la Iglesia, precisamente lo mismo que exige hoy el Partido Comunista a los católicos chinos con la excusa del acuerdo firmado con el Vaticano. Desgraciadamente, en ambos casos este Papa parece ponerse de parte de los tiranos. Sin duda con buenas intenciones y haciendo complicados cálculos políticos, ideológicos y utilitarios, pero de parte de los tiranos, mostrando una infeliz predilección por los perseguidores en lugar de por los mártires.

Quizá la mejor muestra de la insuficiencia radical del enfoque utilizado por el Papa sean los tres personajes no católicos que le han inspirado para escribir la encíclica, como él mismo explica al final del documento. De los tres, según la información disponible sobre ellos, uno parece haber sido un pedófilo racista, otro fue un adúltero orgiástico que toleraba la violación de mujeres y el tercero es un laico que pretende ser sucesor de los Apóstoles mientras rechaza las partes de la Biblia que no le gustan y considera que el Dios que adora la Iglesia Católica es “homófobo” y no se le puede adorar. Eso sí, los tres defendían algunas ideas que están de moda ahora mismo, lo que parece compensar todo lo demás. Esto nos dará una idea de los escasos y enfermos frutos que puede dar una fraternidad universal humana construida sobre arena y no sobre la gracia de Dios y la fe.

Fratelli tutti, en resumen, es una encíclica lastrada por su silenciamiento de lo esencial, que es la fe católica. No es que se niegue, simplemente pasa a un segundo o tercer plano, desplazada por otros temas que parecen interesar más. Curiosamente, un Papa que no se atreve a decirles a los no católicos que se conviertan, a pesar de que hacerlo es su trabajo principal, no tiene inconveniente en sermonearles largamente sobre todo tipo de temas discutibles, desde el aire acondicionado hasta la educación en valores, el individualismo, el feminismo, la concesión de la ciudadanía a extranjeros o la deuda externa. Todo ello argumentado con un nivel ínfimo y envuelto en una prosa confusa, enemiga de la precisión y quizá más propia de un político que de un hombre de Dios.

¡Qué gran oportunidad perdida de proclamar ante el mundo que la única hermandad que merece la pena es la de los hijos de Dios redimidos por Cristo! En la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer […] para que recibiéramos el ser hijos de adopción […] de modo que ya no eres esclavo, sino hijo. Somos hermanos porque somos hijos de Dios y somos hijos de Dios porque Cristo ha muerto y resucitado por nosotros. La Iglesia es la congregación de los hombres en Cristo por la fe y el bautismo y constituye la semilla sobrenatural de la fraternidad universal del género humano, que, cuando vuelva Cristo, se realizará en plenitud. Como enseña el Concilio Vaticano II, “el pueblo mesiánico, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación” (Lumen Gentium 9). No hay ni puede haber ninguna otra fraternidad mundial verdadera entre los hombres.

En cambio, esta encíclica, con buena intención pero poco discernimiento, se dedica a proclamar solemnemente a los paganos que lo importante no es creer o no creer en Cristo, sino “soñar juntos” y permanecer esclavos cada uno en su propia religión, aunque sea falsa, porque esa falsedad, de alguna forma, es “una riqueza”. ¿Para qué entonces se encarnó nuestro Señor? ¿Qué sentido tuvo la Cruz en la que el Padre, para rescatar al esclavo, sacrificó a su Hijo? ¿De verdad creemos que los etéreos sentimientos de fraternidad universal tienen el más mínimo valor en comparación con ser realmente hijos de Dios en Cristo y, por lo tanto, verdaderos hermanos? El que no recoge conmigo, desparrama.

Dios nos conceda dedicarnos de nuevo a lo que de verdad importa y nos puede salvar: la fe católica en el Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación. Solo en Él podemos llegar a ser hijos de Dios y, por lo tanto, verdaderos hermanos.

…………….

Nota final: recomiendo la lectura del artículo ¿Todos hermanos? ¿Todos hijos de Dios?, de D. José María Iraburu, en el que se señalan las confusiones más habituales en este campo y lo que siempre ha enseñado la Iglesia al respecto. Si bien el artículo se escribió seis meses (12 de mayo) antes que la encíclica y no hace referencia a ella, permite entender con gran claridad el verdadero sentido de ser “hermanos” e “hijos de Dios”