viernes, 12 de julio de 2024

los últimos serán los primeros ???

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SENTARSE DETRÁS EN MISA




Muchos católicos cumplen al pie de la letra las palabras de Jesús en Mateo 20,16: "los últimos serán los primeros". En efecto, algunos llegan a misa los últimos y se van los primeros. Toda una declaración de intenciones...

Y me pregunto: ¿Soy de ,los que se sienta en los bancos del final en misa? 
Y si fuera un concierto o un partido de fútbol...¿También me pondría en las últimas filas? ¿Llegaría tarde y me iría en cuanto pudiera? ¿Participaría o me resultaría indiferente?

¿Soy consciente de lo que sucede en misa? ¿Voy a participar en ella o estoy de paso? ¿Me involucro en lo que allí ocurre o simplemente, "estoy" allí? 

¿Evito proclamar las lecturas con la excusa de que no tengo gafas? ¿Eludo pasar la colecta o cantar porque me avergüenza? ¿Doy la paz "a la japonesa"? ¿Soy un "católico dominguero"?

Si hubiera estado invitado a la Última Cena...¿me pondría cerca o lejos para escuchar a Jesús? ¿Y en la Cruz? ¿estaría al pie de ella o miraría desde una distancia prudencial?

La Eucaristía es el centro neurálgico de la vida cristiana y como tal, merece la pena esforzarse para participar mejor de este sacramento que la Iglesia recibió de Cristo como el don por excelencia, porque es Dios mismo que se ofrece a todos los hombres para nuestra salvación. Hacerlo desde una distancia prudencial no es propio ni de recibo.

Sí, en misa nos jugamos mucho. No es simplemente ir a un lugar por compromiso, costumbre o tradición, ni tampoco es una actividad dominical más. A misa no se va a ser un simple espectador sino a celebrar y ser partícipe de la obra salvífica de nuestro Señor.

Por eso, es importante preguntarme cómo puedo participar mejor de la Eucaristía. Tres simples sugerencias: preparación, disposición, compromiso.

Preparación
En primer lugar,  necesito una adecuada preparación. Y es que ocurre con frecuencia que acudo a la iglesia sin pensar mucho...o quizás pensando mucho (en el "después"), y sucede que la Eucaristía empieza y termina sin apenas darme cuenta porque "estoy a otra cosa". ¡Cuántas veces soy incapaz de recordar qué Evangelio se ha leído o qué ha dicho el sacerdote en la homilía! ¡Cuántas veces tengo la mente ocupada con otras cosas!

Prepararme es profundizar en mi comprensión sobre la Eucaristía. Si comprendo bien lo que allí ocurre, me dispondré de antemano. Y, viceversa, si me preparo bien, comprenderé mejor.

Y para ello, en primer lugar, lo más conveniente es acudir al Catecismo de la Iglesia Católica, ese gran olvidado para muchos creyentes en edad adulta. En  los números 1322 a 1419 explica lo que significa este sacramento, su estructura, su celebración y la forma de actuar en cada parte de la Liturgia. Es importante conocer de antemano lo que luego voy a vivir.

En segundo lugar, tampoco está de más echar un vistazo a encíclicas sobre la Eucaristía como Sacramentum Caritatis (Sacramento de la Caridad), Ecclesia de Eucharistia (La Iglesia vive de la Eucaristía) de Benedicto XVI o Dies Domini (El día del Señor), de Juan Pablo II. Meditar estos textos pontificios me prepararán para participar más y mejor en la Eucaristía.

En tercer lugar, algo más sencillo: meditar, reflexionar y rezar de antemano las lecturas que la Iglesia me propone para cada día en la Liturgia de la Palabra. Si lo hago, estaré más atento a las lecturas y sacaré más fruto al escuchar de nuevo la Palabra de Dios.

Disposición
La misa es una cita con Dios. Voy "de boda". Voy de celebración. No puedo acudir de cualquier forma. Entro en "suelo sagrado". Es importante que me descalze de mis prejuicios y disponga mi corazón para ponerme en presencia de Dios con una actitud dócil y humilde.

Y nadie va a una boda sucio o sin vestirse adecuadamente para la ocasión. Hablando de vestirse, el mejor "hábito" es llegar con un corazón reconciliado con el Señor mediante una buena confesión.

Tampoco se llega tarde a una celebración. Llegar con el tiempo justo (o empezada la misa) no es la mejor manera de prepararme o de disponerme. Es necesario llegar con tiempo, sosegado y tranquilo, sin prisas, sin aceleramientos, sin ruidos. Si entro con "la lengua fuera" y trayendo conmigo mucho "ruido", no seré capaz de "estar" atento ni de "comportarme" correctamente. 

Una vez en la iglesia, es necesario tener una actitud de respeto, de reverencia, de recogimiento, de silencio interior. Estoy delante del Señor aunque mis ojos no puedan verle..¡Cuántas veces olvido Quién está presente!

Quizás haya algunos hábitos que con el tiempo he adquirido y que es bueno revisar. Para empezar, no es lo mejor llegar apurado a la celebración, distraído y con muchas cosas en la cabeza. Procurar llegar a tiempo, tener un ánimo sosegado y tranquilo, apagar el teléfono móvil, me predispone para adoptar una actitud de escucha y acogida del misterio del cual voy a participar. 

Desde otra perspectiva, es también importante la atención al modo como me visto. No se trata de buscar aparentar, pero sí recordar la solemnidad del momento y que mi exterior acompañe a mi interior. Nadie va a una boda en pantalón corto o con camiseta.

Compromiso 
La idea es que mi cuerpo, mi mente y mi espíritu, es decir, todo mi ser, esté en la “frecuencia” correcta para lograr esa sintonía. Todo mi ser acompaña, se compromete y vive la celebración eucarística: mis gestos, mis palabras, la entonación de mi voz, mi postura corporal, mis sentimientos, mis pensamientos, en fin, todo mi "yo" debe estar dispuesto para el encuentro con el Señor que está vivo en la Eucaristía, hablándome desde el ambón y haciéndose presente como ofrenda al Padre en el altar para mi salvación y reconciliación.

Además de todo lo dicho, no debo pasar por alto que la Eucaristía es acción de gracias a Dios. La palabra Eucaristía significa precisamente eso: Acción de gracias. 

No olvido, por tanto, darle gracias a mi Padre por tantos dones: por darme a su propio Hijo, por darme al Espíritu Santo, por dejarme a María como Madre y modelo de vida cristiana, por la Iglesia, por mi familia, por mis amigos, por los dones personales que he recibido...en fin, por tantas cosas buenas. 

Como recuerda el apóstol Santiago: "Todo bien y todo don perfecto viene de arriba, del Padre del Cielo" (Stg 1,17).

Si me siento detrás...me pierdo mucho...

El hombre del tercer milenio....

 EJÉRCITO REMANENTE...

Recristianizar Europa

El hombre del tercer milenio desea una vida auténtica y plena, tiene necesidad de verdad, de libertad profunda, de amor gratuito. También en los desiertos del mundo secularizado, el alma del hombre tiene sed de Dios, del Dios vivo. De ahí la responsabilidad de los creyentes, cada uno desde su sitio, de aportar luces nuevas, en la estela de los primeros cristianos.

BENEDICTO XVI

Europa ha perdido su identidad católica para convertirse, a través de un proceso de secularización, en una sociedad con una grave crisis de fe y de pertenencia a la Iglesia.

Fue San Benito, quien llevó a los pueblos bárbaros del viejo continente a la vida civilizada y cristiana, forjando el alma y las raíces de Europa: «los monjes no quisieron hacer Europa,…quisieron vivir para Cristo y el resultado fue Europa». Después, fueron San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, San Agustín, San Ignacio… y un largo etcétera de católicos, quienes siguieron construyendo y erigiendo lo que hoy conocemos como la civilización cristiana, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo.


Hoy parece que volvemos a una nueva barbarie con la supresión de nuestra honda identidad cristiana y el resultado es algo que no se parece en nada a la Europa católica de antaño: los principios sagrados y los valores identitarios están siendo desplazados por falsas libertades e igualdades que, tratando de hacernos comer del fruto del «árbol del conocimiento», intentan dirigirla a un nuevo espacio, alejado de Dios, fuera del «Edén».

Una Europa irreconocible

De los 702 millones de europeos, sólo 276 millones son «católicos». En los últimos años, la Iglesia católica europea ha perdido 10 millones de fieles y cada vez tiene menos sacerdotes para atenderlos por falta de vocaciones. Es, sin duda, el invierno de la Europa cristiana.


Francia, la primogénita católica, es hoy una nación laica y pagana. Y con ella, España y el resto de países tradicionalmente cristianos, antaño fieles transmisores de la fe católica, han sucumbido a la tentación de mundanizarse. Una tentación que se ha propagado como la peste a lo largo y ancho del Viejo Continente.

Europa sufre una profunda transformación cultural, motivada por dos procesos con sus nefastas consecuencias: globalización e inmigración, que han cambiado los esquemas europeos, y que conduce hacia «una apostasía silenciosa».

Europa se ha convertido en una sociedad multi-étnica y multi-confesional, que reniega de su propia historia y de sus símbolos religiosos, que forjaron su identidad y su cultura, convirtiéndose en caldo de cultivo de todo tipo de ideologías: ateísmo, materialismo, consumismo, relativismo, hedonismo…

Europa ha pasado de ser un continente marcado profundamente por la cultura cristiana, a ser un continente que reniega o, cuando menos, ignora sus propias raíces cristianas. Parece no tener necesidad de Dios, y pretende que lo religioso quede relegado al terreno meramente personal e individual. Un cristianismo «encerrado», prisionero y a la espera de su ejecución.


En nuestro pasado reciente, Europa ha sucumbido a la irrupción de dos sistemas económicos, políticos e ideológicos, cada uno con sus terribles consecuencias: por un lado el capitalismo y, por otro, el comunismo. En ambos, Dios ha sido relegado o sustituido y la experiencia religiosa hoy es “perseguida”, directa o indirectamente. 

Hoy, Europa se encuentra prisionera de un “integrismo laico” excluyente  y por una feroz hostilidad y un constante acoso a la Iglesia


Y así, hemos vuelto a los orígenes de la Iglesia: de la misma forma que Jesucristo fue perseguido hasta la muerte, la Iglesia es perseguida por los poderes públicos, por una sociedad alejada de Dios, por un mundo paganizado, y atacada por ideologías contrarias al Evangelio que pretenden su crucifixión y muerte.

Una Iglesia irreconocible

La Iglesia Católica consiguió el objetivo de cristianizar Europa, pero no fue capaz de evangelizarla. El continente asumió la cristiandad pero no la misión de Cristo…

La Iglesia ha sido el redil de las noventa y nueve ovejas, a las que sólo ha ido “alimentando” y que poco ha poco, muchas de ellas, lo han ido abandonando hacia «otros pastos», motivadas por la indiferencia, el agnosticismo, la increencia, la desafección religiosa, el individualismo, el consumismo y el relativismo.

Han sido pocos los pastores que han salido a buscar y rescatar a esas ovejas. Han preferido resguardarse y acomodarse dentro del redil y, finalmente,  ahora es una la oveja que está dentro, y noventa y nueve, fuera. 


Se hace necesario, pues, que la Iglesia recupere su vocación peregrina y misionera, y hacer el éxodo de una Iglesia de mantenimiento a una Iglesia misionera,  de «puertas abiertas», que forme discípulos misioneros.

Es imprescindible que salga de su aletargamiento misionero y de su parálisis pastoral, para «re-evangelizar» un «nuevo mundo» que ha dejado de estar sujeto a Dios para desarrollar y cumplir su propia voluntad.

La Iglesia necesita más valor  y audacia para salir fuera, para comprometerse, para tomar conciencia de la acción del Espíritu, “que sopla donde quiere” para llevarnos al origen, a Cristo.

Una asignatura pendiente

Desde que Juan Pablo II propusiera esta nueva evangelización hasta hoy, han pasado cuarenta años, pero la realidad es que la Iglesia sigue sin interesar al europeo de hoy. El mensaje de Jesucristo “rebota” en un muro de indiferencia, de desprestigio eclesial, de materialismo, “de apostasía silenciosa y relativista”. 


La cuestión es que Dios ni atrae ni inquieta. Dios no interesa. Sencillamente, deja indiferente a un número cada vez mayor de personas y parece diluirse en la conciencia del hombre actual. Ha desaparecido como respuesta al sentido de la existencia.

Hemos pasado del “orden de las creencias”, en el que los individuos actuaban movidos por una fe que les servía de criterio, sentido y norma de vida, al “orden de las opiniones”, en el que cada uno tiene su propia opinión sin necesidad de fundamentarla en ningún sistema ni tradición. Todo ello en el marco de un escepticismo, desidia y desencanto generalizado.

Las personas se han familiarizado en una cultura de “la ausencia de Dios”: se prescinde de Dios y no pasa nada especial. Incluso, nosotros los católicos, nos vamos acostumbrando a esta nueva situación de indiferencia y de increencia, conviviendo sin más con otras personas a las que Dios no atrae, ni fascina, ni interpela ni seduce: ateos convencidos, agnósticos, adeptos a nuevas religiones y modas espirituales, personas que creen “en algo”, individuos sincretistas y creyentes “a la carta”, personas que no saben si creen o no creen, que creen en Dios sin amarlo, que oran sin saber muy bien a quién se dirigen…

Lo religioso y lo espiritual se va reduciendo a un ámbito cada vez más restringido, perdiendo influencia en el campo político, social, cultural o artístico. 

Crece la incultura religiosa. Los “media” difunden una cultura indiferente y frívola donde lo religioso aparece muchas veces vinculado o incluso mezclado con lo esotérico, la astrología, las creencias ocultas, la parapsicología, el tarot, la meditación, el yoga, el reiki y la trascendentalidad oriental…


La vida agitada, la prisa, el ruido y el estrés impiden a muchos pensar y reflexionar. Muchos ni siquiera se plantean las grandes cuestiones de la existencia; no tienen palabras para hablar de la fe. Lo desconocen casi todo. Crece el paganismo como forma de vida.

Tampoco la nueva evangelización ha entrado en las propias mentes y corazones del pueblo más o menos fiel que se siente miembro de la Iglesia. Quizás se ha producido un cierto “aggiornamento”, pero no se ha dado la transformación deseada por los Santos padres, pues no existe en la mayoría de los católicos, ni el compromiso ni el valor necesarios para lanzarse y salir a transformar el mundo.

Por desgracia, los católicos ya no forman un «cuerpo» homogéneo. Se han vuelto «ambiguos» y «tibios». Muchos que se llaman cristianos, no difieren mucho en su estilo de vida de quienes no se reconocen como tales. Dicen «creer pero no practicar». No fundamentan sus formas de vida ni en la fe, ni en el seguimiento a Jesucristo y ni en su misión de evangelizar.

Poco a poco, muchos han sucumbido al mundo y han caído en el desinterés, el abandono, la decepción, el silencio olvido de algo que un día tuvo algún significado en sus vidas. 


Cada vez es más frecuente entre los católicos, un agnosticismo difuso, una indiferencia por falta de trasfondo religioso y memoria cristiana, alergia a la Iglesia institucional mal entendida, fuerte valoración de las propias convicciones por falta de formación religiosa, rechazo de normas de Dios y, casi siempre, un relativismo creciente.

Una misión por delante

Entonces, ¿qué ha de ser y cómo ha de actuar la Iglesia? ¿cómo ha de entender y vivir su misión?

La nueva evangelización de la Iglesia debe «navegar» en esta terrible situación de descrédito y desconfianza en los grandes principios y valores. 

La Iglesia deberá responder a preguntas como: ¿dónde puede encontrar la sociedad europea un nuevo eje para orientar su caminar histórico?, ¿cómo explicar la Transcendencia y la Inmanencia?, ¿dónde encontrar ese puente entre lo sagrado y lo secular?, ¿en qué dirección buscar modelos adecuados para decir “Dios”?

Es  necesario que captemos la profundidad y gravedad de esta crisis religiosa para vivir y comunicar la experiencia cristiana de Jesucristo vivo y resucitado dentro del contexto en el que nosotros nos movemos: una Europa descristianizada. 

Es, en este mundo de la “indiferencia/increencia”, donde todos los católicos debemos encarnar la nueva evangelización, de la misma forma que Cristo se encarnó en el mundo hace veintidós siglos. Cristo no se quedó en casa con los suyos, salió al mundo a ofrecerle el mensaje de salvación que le encargó el Padre a pesar de que sabía que eso le llevaría a la muerte.


El Papa Benedicto XVI afirma que “a pesar de que lamentablemente muchos europeos parecen ignorar las raíces cristianas de Europa, están vivas, y deberían trazar el camino y alimentar la esperanza de millones de ciudadanos que comparten los mismos valores”.

Como repetía el Papa, “el hombre del tercer milenio desea una vida auténtica y plena, tiene necesidad de verdad, de libertad profunda, de amor gratuito. También en los desiertos del mundo secularizado, el alma del hombre tiene sed de Dios, del Dios vivo”. De ahí la responsabilidad de los creyentes, cada uno desde su sitio, de aportar luces nuevas, en la estela de los primeros cristianos.

La novedad, según reitera el Papa, no está tanto en los contenidos, como en el impulso interior, abierto a la gracia del Espíritu Santo. No deberíamos olvidar que lo cansino está del lado de las fuerzas del mal, que se repiten hasta el aburrimiento. En cambio, el Espíritu, como invoca una oración clásica, renueva todas las cosas, también la vida de los cristianos. Les hace capaces de encontrar modalidades que “sean adecuadas a los tiempos y a las situaciones”.

La tarea de la recristianización de Europa y del mundo no se puede plantear como si solo fuera abordable por aquellos que tienen una influencia política o pública considerable. Por el contrario, es tarea de todos. Volvemos de nuevo a evangelizar este mundo nuestro cuando vivimos como quiere Dios: cuando los padres y madres de familia comenzando por su conducta, por ejemplo en la generosidad en el número de hijos, en el modo de tratar a quienes les ayudan en las tareas domésticas, a los vecinos… educan a sus hijos en el desprendimiento de sus cosas personales, en el sentido del deber, en la austeridad de vida, en el espíritu de sacrificio para el cuidado de los mayores y de los más necesitados… Cooperan en la recristianización de la sociedad los predicadores y catequistas que recuerdan, sin cansancio y sin reduccionismos oportunistas, todo el mensaje de Cristo; los colegios que, teniendo en cuenta los objetivos para los que fueron fundados, forman realmente en el espíritu cristiano; los profesionales que, aunque esto les acarree un cierto perjuicio económico, se niegan a prácticas inmorales: comisiones injustas, aprovechamiento desleal de informaciones reservadas, de influencias, intervenciones médicas que pugnan con la Ley de Dios, o inserciones publicitarias que ayudan a sostener emisoras o publicaciones que son claramente anticristianas… Y siempre el apostolado personal basado en la amistad, que es eficaz en toda circunstancia.

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