Renunciar a la voluntad propia para acoger la de Dios
Necesidad de conformarse con la voluntad de Dios
Si queremos hacernos santos, nuestro único deseo ha de ser renunciar a la voluntad propia para abrazarnos con la de Dios, porque la médula de todos los preceptos y consejos divinos estriba en hacer y padecer cuanto Dios quiere y como lo quiere. Roguemos, por tanto, al Señor que nos dé santa libertad de espíritu, libertad que nos hará abrazar cuanto agrada a Jesucristo, a pesar de las repugnancias del amor propio o del respeto humano. El amor de Jesucristo pone a sus amantes en una total indiferencia, siendo para ellos todo igual, lo dulce como lo amargo; nada quieren de lo que les agrada a sí mismos, y quieren cuanto agrada a Dios; con la misma paz se dan a las cosas grandes que a las pequeñas, e igualmente reciben las cosas gratas que las ingratas; les basta agradar a Dios en todo.
Dice San Agustín: «Ama y haz lo que quieras»; ama a Dios y haz lo que quieras. Quien ama a Dios en verdad no anda tras otros gustos que los de Dios, y en esto sólo halla su contentamiento, en dar gusto a Dios. Santa Teresa escribía: «¡Oh Señor, que todo el daño nos viene de no tener puestos los ojos en vos, que, si no mirásemos otra cosa sino el camino, presto llegaríamos; mas damos mil caídas y tropiezos y erramos el camino por no poner los ojos, como digo, en el verdadero camino». He aquí, por tanto, cuál ha de ser el único fin de todos nuestros pensamientos, de las obras, de los deseos y de nuestras oraciones: el gusto de Dios; éste es el camino que ha de conducirnos a la perfección: ir siempre en pos de la voluntad de Dios.
Dios quiere que le amemos con todo nuestro corazón: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón [1]. Aquella alma ama a Dios con todo su corazón, que repite sinceramente con el Apóstol: Señor, ¿qué quieres que yo haga? [2]. Señor, dadme a conocer qué queréis de mí, que dispuesto estoy a hacerlo todo. Y entendamos esto bien, que cuando queremos lo
que Dios quiere, entonces queremos nuestro mayor bien, pues Dios a la verdad que no quiere sino nuestro verdadero bien. Decía San Vicente de Paúl: «La conformidad con el divino querer es el tesoro del cristiano y el remedio de todos nuestros males, porque implica la abnegación de sí mismo y la unión con Dios y todas las virtudes». La suma de toda la perfección está encerrada en estas palabras: Señor, ¿qué queréis que yo haga? Nos promete Jesucristo que no perecerá un cabello de vuestra cabeza [3]; es decir, que el Señor nos remunera cualquier buen pensamiento que por darle gusto hayamos tenido y no deja sin recompensa cualquier tribulación que con paz y alegría hayamos sobrellevado para conformarnos con su santa voluntad. Escribió Santa Teresa: «¡Bienaventurados trabajos, que aun acá en la vida tan sobradamente se pagan!».
Mas nuestra conformidad con el divino querer ha de ser entera y sin reserva, constante e irrevocable; que en esto, repito, se cifra toda la perfección y a esto deben encaminarse todas nuestras obras, todos nuestros deseos y todas nuestras oraciones. Algunas almas dadas a la oración, al leer los éxtasis y raptos de Santa Teresa de Jesús, de San Felipe Neri y de otros santos, entran en deseos de tener y disfrutar esta unión sobrenatural. Estos deseos hemos de desecharlos, por contrarios a la humildad; si queremos santificarnos, debemos desear la verdadera unión con Dios, que consiste en unir totalmente nuestra voluntad con la suya. «En lo que está la suma de la perfección –dice Santa Teresa– claro está que no es en regalos interiores ni en grandes arrobamientos ni visiones, ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiere, que no la queramos con toda nuestra voluntad, y tan alegremente tomemos lo sabroso como lo amargo, entendiendo que lo quiere Su Majestad…
Ésta es la unión que yo deseo y querría en todas». Y poco más adelante prosigue: «¡Oh, qué de ellos habrá que digamos esto, y nos parezca que no queremos otra cosa, y moriríamos por esta verdad!». La verdad es que muchos decimos: Os doy, Señor, mi voluntad; no quiero sino lo que vos queréis, y, sin embargo, al sobrevenir cualquier contrariedad, no sabemos resignarnos a la voluntad divina. De aquí procede el lamentarse de tener mala suerte en el mundo, lamentarse de que todas las desgracias caen sobre nosotros y, por tanto, vivir vida desgraciada.
Si estuviéramos unidos con la voluntad de Dios en todas las adversidades, ciertamente que nos santificaríamos y seríamos los más felices del mundo. Esforcémonos, pues, cuanto podamos, por tener nuestra voluntad unida con la de Dios en todas las cosas que nos sucedan, sean gratas o ingratas. A algunos les pasa lo que a la veleta, que gira según el viento; si el viento es bonancible, según sus deseos, ahí los tenéis alegres y suaves; pero, si sopla el regañón y las cosas no van como la seda, ahí los tenéis tristes e impacientes, y de ahí que no se santifiquen, sino que vivan vida desgraciada, porque en la tierra son más frecuentes las cosas adversas que las favorables. San Doroteo enseñaba que el gran medio de conservarse en continua paz y tranquilidad de corazón es el recibirlo todo de manos de Dios, venga como viniere; por lo que cuenta el Santo que los antiguos Padres del yermo nunca andaban airados ni melancólicos, porque todo lo que les acaecía lo tomaban alegremente, como venido de las manos de Dios.
Práctica del amor a Jesucristo
San Alfonso María de Ligorio