sábado, 23 de abril de 2022

El Seno de Abrahan


Jesús en el Seno de Abrahán


Entre la sepultura de Jesús y su gloriosa Resurrección, hay un momento en el que resulta hermoso meditar el Sábado Santo: cuando Jesús descendió al Limbo de los Justos. Y es oportuno meditarlo precisamente en un momento en que tantos teólogos neomodernistas niegan la existencia del Limbo.

Según enseña la Iglesia, el Limbo no es un estado ni una condición del alma, sino un lugar en las profundidades de la Tierra lindante con el Infierno, y por eso se dice ad inferos. En dicho lugar se encontraban antes de la Resurrección todos los justos, no sólo los que pertenecían al pueblo judío, sino también los paganos que habían observado la ley divina y natural. Ninguno de ellos podía entrar al Cielo hasta que sacrificio redentor de Cristo los librase del pecado original. No podían estar en el Cielo de los bienaventurados, pero tampoco podían estar con los condenados en el Infierno.

Que el alma de Jesús «descendió a los infiernos», al Limbo de los justos o Seno de Abrahán, mientras su cuerpo yacía en el sepulcro unido a su divinidad, es un artículo de fe ya presente en el Credo de los primeros siglos y confirmado como verdad dogmática en el IV Concilio de Letrán.

En el Limbo de los Justos esperaban la resurrección Adán y Eva, Noé, Abrahán, Moisés, San Juan Bautista, San José y todos los demás justos que murieron antes de la Pasión del Redentor. Aguardaban ansiosamente el momento de la Resurrección repitiendo las palabras de David: «Ostende nobis, Domine, misericordiam tuam, et salutare tuum da nobis» (Sal., 84,8): Muéstranos, Yahvé, tu misericordia, y envíanos tu salvación.

No era necesario que Jesús descendiese a los infiernos para librarlos; habría bastado con una palabra del Señor, como cuando mandó salir a Lázaro del sepulcro (Jn.11,43), pero quiso hacerlo en persona para manifestarles el inmenso amor que albergaba por aquellas almas que habían muerto en gracia de Dios. Al descender a los infiernos el alma santísima de Nuestro Señor Jesucristo iluminó las tinieblas con su luz refulgente y transformó aquel oscuro lugar en el paraíso de los bienaventurados. Al instante las almas tuvieron la visión de Dios, que es la suprema bienaventuranza que gozan actualmente. El venerable Luis de la Puente imagina que cuando Jesús irrumpió en el Limbo de los Justos le salieron al encuentro el coro de los patriarcas para reconocerlo como Patriarca supremo y Padre de los siglos futuros; el coro de los profetas, para reconocerlo como Aquel que había cumplido todos sus vaticinios; el de los sacerdotes y levitas, que lo adoraron como Sumo Sacerdote y le agradecieron el sacrificio que había ofrecido en la Cruz para librar a la humanidad; el de los santos caudillos, jueces y reyes, que adoraron al Salvador como Rey supremo del Cielo y de la Tierra; y el de los mártires, que lo confesaron como su glorioso Rey y le dieron gracias por el martirio que había padecido en la Cruz.

Cuando llegó al Seno de Abrahán el alma del Buen Ladrón, el Redentor cumplió la promesa que le había hecho en la Cruz al decirle: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc.23,43), mientras lo honraba ante todos los justos y lo introducía en el Cielo. Por otra parte, Jesús no sacó del Purgatorio a todas las almas, sino a las que ya estaban purificadas y maduras para el Paraíso (Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, 3, q. 2). Éstas llegaron al Seno de Abrahán y se unieron a la gloria de los bienaventurados durante las horas, tal vez treinta y seis, en que Jesús estuvo con ellas entre la tarde del Viernes Santo y el Domingo de Pascua.

Posteriormente, Jesús, acompañado de todas almas a las que había puesto en libertad, se dirigió al sepulcro para mostrarles su cuerpo martirizado y, según el P. De la Puente, servido por los ángeles, recogió toda la sangre que había derramado en la Pasión y lo restituyó a sus venas. Igualmente, los ángeles recuperaron todo fragmento de carne y todo cabello arrancado a fin de recomponer en su integridad su cuerpo, en el cual entró nuevamente el alma transfigurándolo con su gloria (op. cit., pp. 23-24).

Y también las almas de los justos cuyos sepulcros se habían abierto en Jerusalén cuando murió salieron del Limbo y resucitaron con Jesucristo, reintegrándose a sus respectivos cuerpos. El beato Jacobo de Voragine dice en su Leyenda áurea que Carino y Leoncio, hijos del anciano Simeón, el que tuvo en sus brazos al Niño Jesús, resucitaron con Cristo y contaron a Anás, Caifás, Nicodemo, José de Arimatea y Gamaliel todo lo que había hecho Cristo en los infiernos y las palabras exultantes con que lo recibieron Adán y los profetas. Así, el misterio de la Cruz fue revelado al pueblo de Israel ya antes de que se manifestara la Resurrección.

Despuntó el alba, y la noche de desolación y llanto acabó. Es la hora de gloria. Jamás hubo procesión más gloriosa ni marcha más triunfal que la de los bienaventurados que siguieron desde las entrañas de la Tierra a Jesús que resucitaba mientras descendían del Cielo coros de ángeles haciendo resonar por segunda vez su canto: Gloria in excelsis Deo et in terra pax hominibus bonae voluntatis (Lc, 2, 14); gloria a Dios en el Cielo y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad.

Podemos albergar la esperanza de que el mismo canto vuelva a resonar por tercera vez en la Tierra en la hora dichosa en que se celebrará el triunfo del Corazón Inmaculado de María, que la propia Virgen anunció en Fátima. La alegría de la Pascua, el día que ha hecho el Señor para nuestra alegría y celebración (Sal. 117,24) y nos llena el corazón a la espera de ese momento.

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(Traducido por Bruno de la Inmaculada)