miércoles, 24 de noviembre de 2021

La Oración...

 

DE LA ORACIÓN (incluye ejemplos) – Por el R. P. ÁNGEL MARÍA DE ARCOS.

   Pregunta: — Decid: ¿Qué cosa es orar?

   Respuesta: –  Levantar el corazón a Dios.

   P. — ¿Qué se hace en la oración?

   R. — Adorar a Dios nuestro Señor y alabarle, agradecerle y suplicarle, conocerle más y amarle, llorar nuestra ingratitud, y ofrecernos a imitar las virtudes de Nuestro Señor Jesucristo.

   En la oración hablamos con el Rey del cielo con el fin principal de alabarle, poderle servir e ir al cielo. A Dios y al cielo hemos de dirigir entonces nuestros pensamientos y afectos, orando de lo íntimo de nuestro corazón y no sólo con los labios, y procurando alejar de nosotros cuanto nos distraiga. La oración es  un acto nobilísimo; porque si se estima en mucho ser admitido en audiencia ante un príncipe terreno, ¿cuánto más hemos de apreciar el tener esa audiencia con  el mismo Dios, Señor el más poderoso y bondadoso, que nos da cuanto somos y tenemos, que murió por nosotros, a quien tanto nos importa aplacar, único; que puede remediarnos en todas las necesidades y llevarnos al cielo? Algunos no hablan con Dios sino para  pedirle.

   Nótese bien todo lo que el Catecismo dice que  se hace en la oración, y cuide cada cual de poner por Obra, uno después de otro, todos esos actos de que están llenas las oraciones que usa la Iglesia. El adorarle humillando nuestro espíritu ante la Majestad divina, y abajándolo hasta el polvo de la tierra; sirve para levantar el corazón hacia el cielo, y es la reverencia y saludo con que nos ponemos en la presencia de Dios, persignándonos y santiguándonos en seguida devotamente.

   El alabarle por su grandeza y darle gracias por sus beneficios, hace propicio al Señor para que despache nuestras súplicas.

   Estos son los memoriales que le presentamos, y con los demás actos acabamos de ganarnos su voluntad y sacamos por fruto de la oración lo que más le agrada, y lo que para nosotros es más útil, a saber: el servir a Dios, imitando las virtudes de Jesucristo en el cumplimiento de cuanto quiere de nosotros, que es la práctica de nuestros deberes.

   P. — ¿De cuántas maneras es la oración?

   R. — Mental o interior y vocal o exterior, que llamamos rezar, pudiendo juntarse y alternarse la una con la otra.

   Sin la oración mental no suele hacerse bien la vocal. Los que puestos en oración piensan despacio y en silencio, que esto es “meditar”, alguno de los cuatro Novísimos, o un paso de la vida o pasión de Jesucristo, y al mismo tiempo consideran lo mal que sirven a un Señor tan grande y tan bueno; se sienten profundamente penetrados del santo temor y amor de Dios, conocen la propia vileza y penetran la malicia de sus pecados, con lo cual prorrumpen espontáneamente, ayudados de la gracia, en actos de contrición perfecta, en propósitos de enmendarla vida, y en súplicas pidiendo a Dios que los ayude.

   Así, de la oración mental se pasa a la vocal, y se junta la una con la otra rezando pausada y consideradamente, tanto que, rezando solos, es bueno a veces irse deteniendo, como el tiempo de un resuello, entre una palabra y otra, diciendo así el Padrenuestro, la Salve u otra oración. También se puede reflexionar un rato en un Mandamiento o en una virtud, suplicando el perdón de lo mal hecho y proponiendo enmienda.

   El Libro de la oración y la Guía de pecadores, ambos por Fray Luis de Granada, son excelentes para leerse y meditarse. Por lo menos, nunca nos hemos de poner a rezar sin pensar antes, que vamos a hablar con Dios, y recoger el pensamiento y atención a lo que recemos. El que muchos se fastidien rezando, procede de que rezan maquinalmente, como lo haría un papagayo.

   P. — ¿Es preciso orar?

   R. –– SÍ, que quien no quiere orar se condena; y Dios nos encarga la costumbre de orar.

   Asi lo ha establecido la divina Providencia; nos concede las primeras gracias antes de pedírselas, pero quiere que con esas gracias le pidamos otras; y esto constantemente, como mendigos de Dios, reconociendo nuestra continua miseria, y que de Dios esperamos como de Padre nuestro que es, todos los bienes. No hay santo que no se haya dado a larga, fervorosa y constante oración, y en ella negociaban con Dios todas sus cosas.

   P. –– ¿Hemos de confiar que Dios nos dé lo que pedimos?

   R. –– Sí; porque lo ha prometido, principalmente si estamos en su amistad.

   P. — ¿Cómo a veces no lo otorga?

   R. –– O porque no nos conviene, o porque pedimos mal.

   P. — ¿Cómo se ora bien?

   R. –– Con piedad y confianza, humildad y perseverancia.

   P. –– Y quien de todo esto se siente falto ¿qué ha de hacer?

  R. —Procurarlo, y perseverar en hacer lo que pueda.

   A cada paso nos repite esta promesa la Sagrada Escritura; Jesucristo mismo  la predicó e inculcó con extraordinaria aseveración, y valiéndose de las más tiernas comparaciones. “Si vosotros, dice, siendo malos, dais cosas buenas a vuestros hijos, y si os piden un huevo no les dáis un escorpión, ¿cuánto más el Padre celestial dará buen espíritu a quien se lo pida?”

   Cuanto pidiereis en la oración, se os dará; pero habéis de pedir a nombre mío, esto es, cosas que me agraden a mí, alegando mis méritos; no los propios, como el soberbio fariseo. Orando así, vemos que los buenos cristianos obtienen muchas gracias de Dios, por lo cual hasta los malos en sus aprietos acuden por oraciones, a los que tienen por varones de Dios y almas muy santas. ¿Y oye el Señor las súplicas de los que están en pecado? También, sobre todo si le piden la propia conversión, y hacen esfuerzos y no cejan hasta lograrla.

   Con todo, es cierto que no siempre concede Dios lo que piden aun los buenos. Pide un niño a la madre el cuchillo, y no se lo da, sino que ella le parte el pan; pues así Dios, si ve que le pedimos, lo que será malo o peligroso, nos da otra cosa mejor. Pide uno buen éxito en un negocio, creyendo que le conviene, y ve Dios que si aquel es rico, será avaro; si consigue aquella colocación, soberbio; si se enlaza con tal persona, que le sobrevendrán mil desgracias; por eso, atendiendo a los ruegos, le niega misericordiosamente lo que sería un castigo concedérselo.

   Porque, desengañémonos de una vez: servir a Dios y salvarnos es nuestro supremo bien, y el pecado el mayor mal de todos. Los que piden bienes de la tierra o verse libres de alguna enfermedad, lo han de pedir á condición de que convenga para su alma a gloria divina.

   Peregrinó un ciego al sepulcro de San Vedasto; rogóle que le alcanzara ver sus reliquias; obtúvole el  santo la vista, y viólas: pero vuelto el agraciado a su casa, comenzó a pensar que acaso para salvarse le hubiera estado mejor no ver; y cavó tanto en su corazón esta duda, que fué de nuevo al Santo, y pidió que sí le era mejor para salvarse, le volviera la ceguera, y en efecto quedó ciego como anteriormente. Si se hubiera de entender en absoluto la promesa hecha a la oración, nadie sería pobre, ni estaría enfermo; siempre habría excelentes cosechas, y no nos moriríamos nunca. El Apóstol suplicó varias veces a Dios que le quitase una molesta tentación, y se le respondió que le bastaba la gracia, con que luchando vencía la tentación; y al paso que le hacía sentir su propia miseria, le ayudaba a ser humilde, y le aumentaba el mérito y la corona. ¡Qué males más acerbos que los que Jesucristo padeció en su sagrada Pasión! Rogó una, dos y tres veces con ahínco, que no viniera sobre El; pero siempre a condición, de que así lo quisiera su Padre celestial. No lo quiso, y Jesucristo bebió hasta las heces cáliz tan amargo con entera buena voluntad; y de esa pasión resultó gloria al mismo Jesucristo y la salvación del género humano. Además que ciertas quejas de que Dios no acceda a nuestros ruegos, cuando van mezcladas de poca fe y menos humildad, son prueba clara de que nuestra oración no es la que debe, y quizá hasta la hemos abandonado por despecho y desesperación.

   Por otra parte, el Señor no ha fijado plazo; antes ha dicho que no desfallezcamos nunca en la oración.

   Vemos a cada paso que en necesidades urgentes se nos socorre con sólo llamar a Jesús o a María, mientras que los mismos santos tardan años en conseguir alguna merced. Cuarenta seguidos rogó San Pedro Claver por la conversión de un negro, y al fin la logró. Por las oraciones del Santo enviaba Dios mayores gracias al negro; pero como el perverso resistía a ellas, y el Señor no fuerza a nadie; por eso no tuvo efecto la conversión, hasta que por fin se rindió el pecador a la gracia. Si el Santo hubiera cesado de rogar, el negro no hubiera recibido tales gracias, o hubiera muerto desdichadamente antes de aquel tiempo.

   Otras veces es tal la gracia que demandamos y nosotros o los demás la tenemos tan desmerecida, que es preciso unir a la oración las penitencias, ayunos y limosnas, con que la misma oración es más humilde, confiada y fervorosa. Véase por todo lo dicho, cuánto importa conservar hasta la muerte la costumbre cristiana que aprendimos de nuestras madres, rezando devotamente todas las mañanas y todas las noches.

   P. — ¿Es bueno rezar muchos juntos?

   R. –– Muy bueno, y también a solas, según las circunstancias.

   La oración a solas ofrece unas ventajas, y otras la oración en común. Esta es de suyo más poderosa; y se hace, o reunidos en un sitio y rezando a la vez, o cada uno por sí, pero por una misma intención convenida.

   A la iglesia es un deber acudir los días festivos, y muy bueno y edificante hacerlo diariamente. En solemnidades y necesidades públicas, la sociedad civil ha de orar en común, y lo mismo acostumbran en el hogar doméstico, alguna vez siquiera al día, las familias cristianas.

   Dichosos tiempos cuando en las calles, al pasar por delante de alguna iglesia o imagen sagrada, al tocar al Ángelus o a la agonía, los fieles se paraban a rezar. No es eso lo que reprendió el divino Maestro, sino la vana e hipócrita ostentación con que algunos se singularizaban en las plazas con desusadas demostraciones de piedad; como también reprendió, a los que se avergonzaban de parecer cristianos a los ojos del mundo: y aunque hay tiempo y sitios más a propósito para orar, el Apóstol exhorta a hombres y mujeres, a que en todo tiempo y lugar levantemos nuestros corazones a Dios, como lo practican los cristianos fervientes.

P. — ¿Para qué necesita Dios nuestro culto y oraciones?

R. —Para nada: nosotros necesitamos de Dios para todo, y Dios quiere que le honremos con alma y cuerpo.

   Esta respuesta no necesita aclararse, y por ella se ve cuán necio es el lenguaje de los impíos. Además de que Dios nos ha dado lo mismo el cuerpo que el alma, por donde con cuerpo y alma le debemos de reverenciar.

   Es tal la unión que entre cuerpo y alma existe, que es imposible e irracional no mostrar reverencia exterior, a quien interiormente se la tenemos. Ambas a dos se ayudan entre sí, y la exterior es también necesaria para ejemplo del prójimo.

   El hacer respetuosamente y bien formada la señal de la cruz; el doblar hasta el suelo la rodilla ante el altar del Sacramento, el permanecer en postura humilde y pronunciar bien las oraciones; es muestra natural de devoción interior, y al mismo tiempo la fomenta. En libros enteros enseñó Dios a los judíos las ceremonias del culto, y en la ley cristiana el mismo divino Maestro enseñó con el ejemplo y de palabra a los Apóstoles, no sólo las palabras de la oración, sino el modo de orar y de celebrar los divinos Misterios.

“Explicación del Catecismo”

Breve y sencilla

Año 1898.