María Valtorta describe a Satanás, la Bestia
Dice aún Jesús:
«Observa mi Resplandor y mi Belleza respecto a la negra monstruosidad de la Bestia. No tengas miedo de mirar aunque sea un espectáculo repelente. Estás entre mis brazos.
No puede acercarse ni dañarte. ¿Lo ves? Ni siquiera te mira. Tiene ya muchas presas que seguir.
¿Ahora te parece que merezca la pena dejarme a Mí para seguirle a él? Sin embargo el mundo le sigue y me deja por él.
Mira que harto está y cómo se contrae. Es su hora de fiesta. Pero mira también cómo busca la sombra para actuar. Odia la Luz, ¡y se llamaba Lucifer! ¿Ves cómo hipnotiza a quienes no están signados con mi Sangre? Acumula sus esfuerzos porque sabe que es su hora y que se acerca mi hora en la que será vencido para siempre.
Su infernal astucia y su inteligencia satánica son un continuo operar de Mal, en contraposición a nuestro uno y trino obrar de Bien, para aumentar su presa. Pero la astucia y la inteligencia no prevalecerían si en los hombres estuviera mi Sangre y su honesta voluntad. Al hombre le faltan demasiadas cosas para tener armas con las que enfrentarse a la Bestia, y ella lo sabe y actúa abiertamente, sin tan siquiera esconderse ya con apariencias engañosas.
Que su repugnante fealdad te empuje a una diligencia y a una penitencia cada vez mayores. Por ti y por tus desgraciados hermanos que tienen el alma arrebatada o seducida y no ven, o, viéndolo, corren al encuentro del Maligno, con tal de obtener ayuda para un momento a pagar con una condenación eterna».
Tengo que explicar yo, si no, no se entiende nada.
Desde la noche del 18 el buen Jesús me hace ver un bicharraco horrible, tan horrible que me produce escalofrío y ganas de gritar. Su nombre es conocido. Y el buen Jesús me da a entender que ese aspecto siempre es inferior a la realidad, porque ninguna realidad humana puede lograr personificar con exactitud la suprema Belleza y la suprema Fealdad.
Ahora le describo el bicharraco.
Me parece ver un gran agujero negro negro y profundísimo. Comprendo que es profundísimo, pero no veo de él sino el orificio, todo ocupado por un monstruo horrible. No es serpiente, ni cocodrilo, ni dragón, ni murciélago, pero tiene algo de los cuatro.
Cabeza larga y puntiaguda sin orejas y con dos ojos socarrones y feroces que están siempre a la caza de presa, una boca grandísima y armada de buenos dientes agudos, siempre intenta atrapar al vuelo a cualquier incauto que llega al alcance de sus mandíbulas. La cabeza en fin tiene mucho de la de serpiente por la forma y del cocodrilo por los dientes. Cuello largo y flexible que permite mucha agilidad a la cabeza tremenda.
Un cuerpo resbaladizo recubierto por una piel como la de las anguilas (para entenderse) es decir sin escamas, de color entre el óxido, el violeta, el gris oscuro... no sabría. Tiene hasta el color de las sanguijuelas.
En la espalda y en las ancas (digo "ancas" porque allí termina el vientre palpitante e hinchado de presa y empieza la larga cola que termina en punta), son cuatro patazas cortas y palmeadas como las del cocodrilo. En la espalda dos alas de murciélago.
El bicharraco no mueve su gran y repugnante cuerpo. Mueve sólo la cola que se contonea haciendo "eses" aquí y allá, y mueve su horrible cabeza de ojos fascinadores y mandíbulas exterminadoras.
¡Misericordia divina! ¡Qué bicharraco tan horrible! De su negro antro emana tiniebla y horror. Le aseguro que ayer que lo veía con vivísima meticulosidad -y no entendía que hiciera aquí- me venían ganas de gritar espeluznada. Menos mal que veía que nunca miraba hacia mí como por repulsión. Recíproca repulsión si acaso. Si esto es una pálida representación de Satanás, ¿qué será entonces él? ¡Para morir dos veces seguidas con sólo verlo!
Menos mal también que, si bien en un rincón estaba el bicharraco, cerca cerca estaba mi Jesús, blanco, bello, rubio... ¡Luz en la luz! Comparando la luminosa, confortable figura de Cristo con la del otro, su mirada dulcísima, clara, con la torva del otro, hay ciertamente que compadecer a los infelices pecadores destinados al segundo porque han rechazado a Jesús.
Y bien, ahora que lo he visto... quisiera no verlo más porque es demasiado horrible. Oraré porque el menor número posible de desgraciados vaya a terminar en sus garras, pero ruego al buen Dios que me quite esta visión.
Hoy es menos viva y le estoy muy agradecida al Señor. Y todavía más agradecida porque la querida Voz me hace entender el por qué de esa visión que ayer me aterrorizaba creyéndola destinada a mí como advertencia.
Cuadernos Valtorta 1943