La familia, «el primer ambiente apto para sembrar la semilla del Evangelio»
Nos aconseja el Señor que no amontonemos tesoros en la tierra, porque duran poco y son inseguros y frágiles: la polilla y la herrumbre los corroen, o bien los ladrones socavan y los roban.
Nuestro corazón está puesto en el Señor, porque Él es el tesoro, de modo absoluto y real. Y no lo es la salud, ni el prestigio, ni el bienestar... Solo Cristo.
Y por Él, de modo ordenado, los demás quehaceres nobles de un cristiano corriente que está vocacionalmente metido en el mundo. De modo particular, el Señor quiere que pongamos el corazón en las personas de la familia humana o sobrenatural que tengamos, que son, de ordinario, a quienes en primer lugar hemos de llevar a Dios, y la primera realidad que debemos santificar.
La preocupación por los demás ayuda al hombre a salir de su egoísmo, a ganar en generosidad, a encontrar la alegría verdadera.
El que se sabe llamado por el Señor a seguirle de cerca no se considera ya a sí mismo como el centro del universo, porque ha encontrado a muchos a quienes servir, en los que ve a Cristo necesitado.
El ejemplo de los padres en el hogar, o de los hermanos, es en muchas ocasiones definitivo para los demás miembros, que aprenden a ver el mundo desde un entorno cristiano.
Es de tal importancia la familia, por voluntad divina, que en ella «tiene su principio la acción evangelizadora de la Iglesia».
Ella «es el primer ambiente apto para sembrar la semilla del Evangelio y donde padres e hijos, como células vivas, van asimilando el ideal cristiano del servicio a Dios y a los hermanos».
Es un lugar espléndido de apostolado. Examinemos hoy si es así nuestra familia, si somos levadura que día a día va transformando, poco a poco, a quienes viven con nosotros.
Si pedimos frecuentemente al Señor la vocación de los hijos o de los hermanos –o incluso de nuestros padres– a una entrega plena a Dios: la gracia más grande que el Señor les puede dar, el verdadero tesoro que muchos pueden encontrar.