Hoy, domingo, 1 de diciembre 2024
Señor, purifica mi corazón, para que Tu Palabra caiga en él, y dé el ciento por uno
Primera Lectura
Lectura del libro de Jeremías (33,14-16):
YA llegan días
—oráculo del Señor—
en que cumpliré la promesa
que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá.
En aquellos días y en aquella hora,
suscitaré a David un vástago legítimo
que hará justicia y derecho en la tierra.
En aquellos días se salvará Judá,
y en Jerusalén vivirán tranquilos,
y la llamarán así:
“Es Señor es nuestra justicia”.
Palabra de Dios
Salmo
Sal 24
R/. A ti, Señor, levanto mi alma
V/. Señor, enséñame tus camino,
instrúyeme en tus sendas:
haz que camine con lealtad;
enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador. R/.
V/. El Señor es bueno y es recto,
y enseña el camino a los pecadores;
hace caminar a los humildes con rectitud,
enseña su camino a los humildes. R/.
V/. Las sendas del Señor son misericordia y lealtad
para los que guardan su alianza y sus mandatos.
El Señor se confía a los que lo temen,
y les da a conocer su alianza. R/.
Segunda Lectura
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses (3,12–4,2)
Hermanos:
Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, lo mismo que nosotros os amamos a vosotros; y que afiance así vuestros corazones, de modo que os presentéis ante Dios, nuestro Padre, santos e irreprochables en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos.
Por lo demás, hermanos os rogamos y os exhortamos en el Señor Jesús: ya habéis aprendido de nosotros cómo comportarse para agradar a Dios; pues comportaos así y seguir adelante. Pues ya conocéis las instrucciones que os dimos, en nombre del Señor Jesús.
Palabra de Dios
Aleluya Sal 84, 8
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
Muéstranos, Señor, tu misericordia
y danos tu salvación. R.
Evangelio
Lectura del santo Evangelio según san Lucas (21,25-28.34-36):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas.
Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria.
Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación.
Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra.
Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre».
Palabra del Señor
COMENTARIO POR BENEDICTO XVI
Queridos hermanos y hermanas:
La primera antífona de esta celebración vespertina se presenta como apertura del tiempo de Adviento y resuena como antífona de todo el Año litúrgico: «Anunciad a todos los pueblos y decidles: Mirad, Dios viene, nuestro Salvador». Al inicio de un nuevo ciclo anual, la liturgia invita a la Iglesia a renovar su anuncio a todos los pueblos y lo resume en dos palabras: «Dios viene». Esta expresión tan sintética contiene una fuerza de sugestión siempre nueva.
Detengámonos un momento a reflexionar: no usa el pasado —Dios ha venido— ni el futuro, —Dios vendrá—, sino el presente: «Dios viene». Como podemos comprobar, se trata de un presente continuo, es decir, de una acción que se realiza siempre: está ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá también en el futuro. En todo momento «Dios viene».
El verbo «venir» se presenta como un verbo «teológico», incluso «teologal», porque dice algo que atañe a la naturaleza misma de Dios. Por tanto, anunciar que «Dios viene» significa anunciar simplemente a Dios mismo, a través de uno de sus rasgos esenciales y característicos: es el Dios-que-viene.
El Adviento invita a los creyentes a tomar conciencia de esta verdad y a actuar coherentemente. Resuena como un llamamiento saludable que se repite con el paso de los días, de las semanas, de los meses: Despierta. Recuerda que Dios viene. No ayer, no mañana, sino hoy, ahora. El único verdadero Dios, «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» no es un Dios que está en el cielo, desinteresándose de nosotros y de nuestra historia, sino que es el Dios-que-viene.
Es un Padre que nunca deja de pensar en nosotros y, respetando totalmente nuestra libertad, desea encontrarse con nosotros y visitarnos; quiere venir, vivir en medio de nosotros, permanecer en nosotros. Viene porque desea liberarnos del mal y de la muerte, de todo lo que impide nuestra verdadera felicidad, Dios viene a salvarnos.
Los Padres de la Iglesia explican que la «venida» de Dios —continua y, por decirlo así, connatural con su mismo ser— se concentra en las dos principales venidas de Cristo, la de su encarnación y la de su vuelta gloriosa al fin de la historia (cf. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 15, 1: PG 33, 870). El tiempo de Adviento se desarrolla entre estos dos polos. En los primeros días se subraya la espera de la última venida del Señor, como lo demuestran también los textos de la celebración vespertina de hoy.
En cambio, al acercarse la Navidad, prevalecerá la memoria del acontecimiento de Belén, para reconocer en él la «plenitud del tiempo». Entre estas dos venidas, «manifiestas», hay una tercera, que san Bernardo llama «intermedia» y «oculta»: se realiza en el alma de los creyentes y es una especie de «puente» entre la primera y la última. «En la primera —escribe san Bernardo—, Cristo fue nuestra redención; en la última se manifestará como nuestra vida; en esta es nuestro descanso y nuestro consuelo» (Discurso 5 sobre el Adviento, 1).
Para la venida de Cristo que podríamos llamar «encarnación espiritual», el arquetipo siempre es María. Como la Virgen Madre llevó en su corazón al Verbo hecho carne, así cada una de las almas y toda la Iglesia están llamadas, en su peregrinación terrena, a esperar a Cristo que viene, y a acogerlo con fe y amor siempre renovados.
Así la Liturgia del Adviento pone de relieve que la Iglesia da voz a esa espera de Dios profundamente inscrita en la historia de la humanidad, una espera a menudo sofocada y desviada hacia direcciones equivocadas. La Iglesia, cuerpo místicamente unido a Cristo cabeza, es sacramento, es decir, signo e instrumento eficaz también de esta espera de Dios.
De una forma que sólo él conoce, la comunidad cristiana puede apresurar la venida final, ayudando a la humanidad a salir al encuentro del Señor que viene. Y lo hace ante todo, pero no sólo, con la oración. Las «obras buenas» son esenciales e inseparables de la oración, como recuerda la oración de este primer domingo de Adviento, con la que pedimos al Padre celestial que suscite en nosotros «el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras».
Desde esta perspectiva, el Adviento es un tiempo muy apto para vivirlo en comunión con todos los que esperan en un mundo más justo y más fraterno, y que gracias a Dios son numerosos. En este compromiso por la justicia pueden unirse de algún modo hombres de cualquier nacionalidad y cultura, creyentes y no creyentes, pues todos albergan el mismo anhelo, aunque con motivaciones distintas, de un futuro de justicia y de paz.
La paz es la meta a la que aspira la humanidad entera. Para los creyentes «paz» es uno de los nombres más bellos de Dios, que quiere el entendimiento entre todos sus hijos, como he recordado en mi peregrinación de los días pasados a Turquía. Un canto de paz resonó en los cielos cuando Dios se hizo hombre y nació de una mujer, en la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4).
Así pues, comencemos este nuevo Adviento —tiempo que nos regala el Señor del tiempo— despertando en nuestros corazones la espera del Dios-que-viene y la esperanza de que su nombre sea santificado, de que venga su reino de justicia y de paz, y de que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo.
En esta espera dejémonos guiar por la Virgen María, Madre del Dios-que-viene, Madre de la esperanza, a quien celebraremos dentro de unos días como Inmaculada. Que ella nos obtenga la gracia de ser santos e inmaculados en el amor cuando tenga lugar la venida de nuestro Señor Jesucristo, al cual, con el Padre y el Espíritu Santo, sea alabanza y gloria por los siglos de los siglos.
Amén.
Benedicto XVI, 2 de diciembre de 2006