Ana Catalina
Emmerick, BeataAnne
CatherineBeatificada el 3 de
Octubre, 2004
Mística alemana 1774-1824 Religiosa agustinaAlma víctima, ofreció enormes sufrimientos viviendo la Pasión de Nuestro Señor. Dios le concedió muchos dones místicos, entre ellos, visiones, estigmatización, locución, éxtasis, etc.
En los últimos años de su vida se sustentaba solamente de la Santa Eucaristía. Fue exclaustrada a la fuerza por la invasión napoleónica. Inválida y estigmatizada, vivió la pasión de Jesucristo. el día de su nacimiento, el 8 de septiembre de 1774, en una granja del pueblo de Flamsche cerca de Coesfeld, diócesis de Münster, Westfalia, noroeste de Alemania.
Desde los cuatro años de edad tuvo frecuentes visiones de la historia de la Salvación. Tras muchas dificultades causadas por la pobreza y oposición de su familia, ingresó a los 28 años de edad en el monasterio de Agnetenberg, en Dülmen.
Suprimido el monasterio por las autoridades civiles, se trasladó a una casa particular. Desde 1813 en adelante, la enfermedad la obligó a la inmovilidad.
«Llevó consigo los estigmas de la Pasión del Señor y recibió carismas extraordinarios que empleó para consuelo de numerosos visitantes. Desde el lecho desarrolló un gran y fructífero apostolado», constató el prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, el cardenal José Saraiva Martins, al leer el decreto de reconocimiento del milagro ante Juan Pablo II.
Desde ese mismo año no tuvo más alimento que la Comunión, y pasó por tres exhaustivas investigaciones de la diócesis, la policía bonapartista y las autoridades.
Mística alemana 1774-1824 Religiosa agustinaAlma víctima, ofreció enormes sufrimientos viviendo la Pasión de Nuestro Señor. Dios le concedió muchos dones místicos, entre ellos, visiones, estigmatización, locución, éxtasis, etc.
En los últimos años de su vida se sustentaba solamente de la Santa Eucaristía. Fue exclaustrada a la fuerza por la invasión napoleónica. Inválida y estigmatizada, vivió la pasión de Jesucristo. el día de su nacimiento, el 8 de septiembre de 1774, en una granja del pueblo de Flamsche cerca de Coesfeld, diócesis de Münster, Westfalia, noroeste de Alemania.
Desde los cuatro años de edad tuvo frecuentes visiones de la historia de la Salvación. Tras muchas dificultades causadas por la pobreza y oposición de su familia, ingresó a los 28 años de edad en el monasterio de Agnetenberg, en Dülmen.
Suprimido el monasterio por las autoridades civiles, se trasladó a una casa particular. Desde 1813 en adelante, la enfermedad la obligó a la inmovilidad.
«Llevó consigo los estigmas de la Pasión del Señor y recibió carismas extraordinarios que empleó para consuelo de numerosos visitantes. Desde el lecho desarrolló un gran y fructífero apostolado», constató el prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, el cardenal José Saraiva Martins, al leer el decreto de reconocimiento del milagro ante Juan Pablo II.
Desde ese mismo año no tuvo más alimento que la Comunión, y pasó por tres exhaustivas investigaciones de la diócesis, la policía bonapartista y las autoridades.
Los últimos años de su
vida experimentó místicamente la pasión de Jesucristo y trataba de
describir en su dialecto bajo alemán las visiones cotidianas de lo sobrenatural
que ella misma encontraba indecibles.
Un notable escritor
alemán, Clemens Brentano, al tener noticia de ello, se convirtió y permaneció al
pié de la cama de la enferma copiando los relatos de la vidente desde 1818 a
1824. Dos veces al día el escritor acudía a visitar a Ana Catalina para copiar en sus diarios los apuntes, y regresaba otra
más para leérselos a la monja inválida y comprobar así la fidelidad de lo
trascrito.
Muerte
El lunes 9 de febrero de 1824 murió en Dulmen consumada por las enfermedades y las penitencias.
El lunes 9 de febrero de 1824 murió en Dulmen consumada por las enfermedades y las penitencias.
Al fallecer la religiosa, el escritor
ordenó el material depositado en sus diarios. Preparó un índice de las visiones
y la edición de «La Dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo». El
libro fue un acontecimiento mundial.
scritor alemán comenzó entonces a
ordenar las visiones de la «Vida de María». Brentano murió dejando la tarea
inacabada. En lo sucesivo, distintos especialistas editaron los «Diarios» y
compilaron, cada uno a su modo, las visiones sobre la Iglesia, el Antiguo
Testamento, la Vida pública de Jesús y la Iglesia naciente. «No hallé en
su fisonomía ni en su persona el menor rastro de tensión ni exaltación», afirmó
Brentano tras conocer a la religiosa. «Todo lo que dice es breve, simple,
coherente, y a la vez lleno de profundidad, amor y vida».
El famoso director y actor
de cine, Mel Gibson, queriendo hacer una película sobre la pasión del
Señor, rezaba en su despacho cuando el libro de la Pasión de Catalina Emmerick
se desprendió del librero y cayó sobre sus piernas. Esta experiencia asombrosa
llevó al Sr. Gibson a inspirarse en este libro para hacer la película «The Passion» («La Pasión»).
Mientras se comenzaba a
escuchar sobre esta extraordinaria película, el Vaticano anunció que Ana
Catalina será pronto beatificada. ALABADO SEA JESUCRISTO.
Declarada
Venerable a finales del siglo XIX, su proceso de beatificación se
reanudó en 1972. En el 2001se declaró la heroicidad de sus virtudes. Beatificada el 3 de Octubre, 2004, por Juan Pablo
II.
Primera meditación.- Preparativos para la
Pascua
Jueves Santo, el 13 Nisán
Ayer por la tarde, Nuestro
Señor tomó su última comida junto con sus amigos, en casa de Simón el Leproso,
en Betania, y allí mismo, María Magdalena ungió por última vez con perfume los
pies de Jesús. Judas se escandalizó; corrió a Jerusalén y conspiró con los
príncipes de los sacerdotes para entregarles a Jesús. Después de la comida,
Jesús volvió a casa de Lázaro, mientras algunos de los apóstoles se dirigían a
la posada que se halla a la entrada de Betania. Por la noche, Nicodemo acudió
de nuevo a casa de Lázaro y tuvo una larga conversación con el Señor; volvió a
Jerusalén antes del amanecer, y Lázaro lo acompañó durante un tramo del camino.
Los discípulos le habían
preguntado a Jesús dónde quería celebrar la Pascua. Hoy, antes del amanecer,
Nuestro Señor ha mandado a buscar a Pedro, a Santiago y a Juan; les ha
explicado con detalle todos los preparativos que deben disponer en Jerusalén, y
les ha dicho que, subiendo al monte Sión, encontrarían a un hombre con un
cántaro de agua. Reconocerían a ese hombre, pues, en la Pascua anterior, en
Betania, fue él quien mandó preparar la comida para Jesús; por eso, san Mateo
dice: «Él les dijo: "Id a la ciudad, a uno, y decidle: 'El Maestro dice:
Mi tiempo está cerca, en tu casa haré la Pascua con mis discípulos.'"»
Después debían ser conducidos por ese hombre al cenáculo y allí hacer todos los
preparativos necesarios.
Yo vi a los apóstoles subir a
Jerusalén, por una quebrada al sur del Templo y al norte de Sión. En una de las
vertientes de la montaña del Templo había una hilera de casas, y ellos
marcharon frente a esas casas, siguiendo el curso de un torrente. Cuando
alcanzaron la cumbre del monte Sión, que es una montaña más alta que la montaña
del Templo, se encaminaron hacia el Mediodía, y al principio de una pequeña
cuesta encontraron al hombre que Jesús les había descrito; fueron tras él y le
dijeron lo que Jesús les había mandado. El hombre recibió con gran alegría sus
palabras y les respondió que en su casa había sido ya dispuesta una cena
(probablemente por Nicodemo), pero que, hasta aquel momento, él no había sabido
para quién y que se alegraba mucho de saber que era para Jesús. El nombre de
este hombre era Helí, cuñado de Zacarías de Hebrón, en cuya casa Jesús había
anunciado el año anterior la muerte de Juan el Bautista. Helí tenía únicamente
un hijo, que era levita, y amigo de san Lucas, antes de que éste fuese llamado
por Nuestro Señor, y cinco hijas, todas ellas solteras. Todos los años acudía a
la fiesta de Pascua con sus sirvientes, alquilaba una sala y preparaba la
Pascua para todos aquellos que no tuvieran amigos con quienes hospedarse en la
ciudad. Ese año había alquilado un cenáculo propiedad de Nicodemo y José de
Arimatea. Mostró a los apóstoles dónde estaba y cuál era su distribución.
Segunda meditación.- El cenáculo
Del lado sur del monte Sión,
no lejos de las ruinas del castillo de David y del mercado que asciende hacia
el castillo hacia el este, hay una antigua y sólida edificación entre frondosos
árboles, en mitad de un espacioso patio amurallado. A ambos lados de la entrada
se ven otras construcciones anejas, sobre todo a la derecha, donde está la
morada del sirviente principal, y pegada a ésta, la casa en la que la Santísima
Virgen y las santas mujeres pasaron más tiempo después de la muerte de Jesús.
El cenáculo, que en otras épocas había sido más grande, fue residencia de los
bravos capitanes de David, que allí se ejercitaban en el uso de las armas.
Antes de la construcción del
Templo, el Arca de la Alianza estuvo depositada allí durante un largo período,
y todavía pueden encontrarse huellas de su presencia en el sótano. También he
visto al profeta Malaquías cobijado bajo ese mismo techo; fue allí donde
escribió sus profecías sobre el Santísimo Sacramento y el Sacrificio de la
Nueva Alianza. Salomón rindió honores a esta casa y llegó a tener lugar en ella
algún acto simbólico y figurativo que he olvidado. Cuando casi todo Jerusalén
fue destruido por los babilonios, esta casa fue respetada. He visto otras
muchas cosas relacionadas con la casa; pero sólo recuerdo lo que he contado.
Cuando fue comprado por
Nicodemo y José de Arimatea, este edificio estaba en muy mal estado. Ellos
arreglaron el cuerpo principal y lo dispusieron cómodamente; lo alquilaban a
los extranjeros que acudían a Jerusalén con motivo de la Pascua. Así fue como
Nuestro Señor pudo celebrar allí la Pascua del año anterior. Además, la casa y
sus dependencias se utilizaban como almacén de estelas, monumentos y otras
piedras, y también como taller para los obreros. José de Arimatea poseía
excelentes canteras en su país, de donde hacía traer grandes bloques de piedra,
con las cuales, bajo su dirección, esculpían sepulcros, adornos y columnas que
después vendían. Nicodemo también se dedicaba a este negocio y solía pasar
muchas horas de sus ratos libres esculpiendo. Trabajaba en la sala o en el
sótano bajo ésta, excepto en tiempo de las fiestas. Su trabajo lo había llevado
a conocer a José de Arimatea, de quien se había hecho amigo; a menudo, habían
llevado a cabo juntos alguna empresa.
Esa mañana, mientras Pedro y
Juan hablaban con el hombre que había alquilado el cenáculo, vi a Nicodemo en
la casa de la izquierda del patio, donde habían sido colocadas muchas piedras
que impedían el paso al cenáculo. Una semana antes, vi a varias personas
trasladando las piedras de un lado a otro, limpiando el patio y preparando el
cenáculo para la Pascua; entre ellos me pareció ver a algunos discípulos,
quizás Aram y Temeni, los primos de José de Arimatea. El cenáculo propiamente
dicho está casi en el centro del patio, es rectangular y lo rodean chatas
columnas; si el espacio entre los pilares se abriera un poco, podría formar
parte de la gran sala interior, pues todo el edificio es como si fuera
transparente; pero, excepto en las ocasiones especiales, los pasos están
cerrados. La luz penetra por unas ranuras que hay en lo alto de las paredes. Al
entrar, se encuentra primero un vestíbulo, al que dan acceso tres puertas;
luego, la gran sala interior, de cuyo techo cuelgan varias lámparas; las
paredes, hasta media altura, están decoradas para la fiesta con hermosas
esteras y tapices, y una abertura del techo ha sido velada con una gasa azul
muy transparente.
La parte de atrás de la
habitación está separada del resto por una cortina también de gasa azul. Esta
división en tres partes del cenáculo le otorga cierta semejanza con el Templo,
donde encontramos el atrio el Sancta y el Santasantórum. En la parte posterior
del cenáculo se encuentra, colgada a derecha e izquierda, la indumentaria
precisa para la celebración de la fiesta. En el medio hay una especie de altar.
Un banco de piedra elevado sobre tres escalones; y con la figura de un
triángulo rectángulo está sujeto a la pared. Ése debe de ser el horno donde se
asa el cordero pascual, porque hoy, durante la comida, los escalones se notaban
calientes. No puedo explicar en detalle todo lo que hay en esta parte de la
sala, pero se están haciendo grandes preparativos para la cena pascual. En la
pared que hay encima de este horno o altar, se ve una especie de nicho, delante
del cual vi la imagen de un cordero pascual: tenía un cuchillo en el cuello y
su sangre parecía ir cayendo gota a gota sobre el altar; pero no lo recuerdo
claramente. En otro nicho de la pared había tres alacenas de diversos colores,
que podían moverse como nuestros tabernáculos, para abrirlas y cerrarlas. Había
en ellas todo tipo de vasijas para la Pascua; más tarde, el Santísimo
Sacramento fue colocado allí.
En las habitaciones adyacentes
al cenáculo se veía una especie de divanes con gruesos cubrecamas, que podían
ser usados como camas. Bajo el edificio hay hermosas bodegas. El Arca de la
Alianza estuvo en algún momento depositada debajo de donde ahora está el hogar.
La casa cuenta con cinco cañerías que, por debajo del suelo, se llevan las
inmundicias y las aguas de la montaña, pues la casa está construida en un punto
elevado. En esa casa, he visto a Jesús orar y hacer milagros; los discípulos
también se quedaban con frecuencia a pasar la noche en las salas laterales.
Tercera meditación.- Preparativos
para comer el cordero pascual
Cuando los apóstoles acabaron
de hablar con Helí de Hebrón, este último entró en la casa por el patio, pero
los discípulos torcieron a la derecha y bajaron el monte Sión hacia el norte.
Atravesaron un puente y siguieron por un sendero cubierto de árboles hasta el
otro lado de la quebrada de delante del Templo y de la hilera de casas que quedan
al sur de éste. Allí estaba la casa del anciano Simeón, que murió en el Templo
tras la presentación de Nuestro Señor. Los hijos de Simeón, algunos de los
cuales eran discípulos de Jesús en secreto, vivían ahora en la casa de Simeón.
Los apóstoles hablaron con uno de ellos, un hombre alto y moreno que trabajaba
en el Templo. Fueron con él hasta la parte oriental del Templo, atravesando la
puerta de Ofel, por la que Jesús había entrado en Jerusalén el domingo de
Ramos, y prosiguieron hasta la plaza del ganado, al norte del Templo. En la
parte sur de esta plaza vi pequeños cercados como jardines en miniatura, en los
que pastaban hermosos corderos. Allí era donde se compraban los corderos de
Pascua. Yo vi al hijo de Simeón entrar en uno de estos cercados, y los corderos
se acercaban a él como si lo conocieran. Escogió cuatro, que fueron llevados al
cenáculo, donde empezaron a prepararlos.
Luego vi a Pedro y a Juan ir,
además, a diversas partes de la ciudad y encargarse de varias cosas. También
los vi delante de la puerta de una casa situada al norte del monte Calvario.
Esa casa, donde los discípulos de Jesús se alojaban casi siempre, pertenecía a
Serafia, que luego fue llamada Verónica. Pedro y Juan enviaron desde allí a
algunos discípulos al cenáculo, y les hicieron varios encargos que he olvidado.
Ellos entraron entonces en
casa de Serafia, donde tenían que hacer todavía algunas cosas. El marido de
ella era miembro del Consejo, y pasaba mucho tiempo fuera de casa ocupado en
sus asuntos, pero aun cuando estaba en casa, se veían poco. Serafia era una
mujer más o menos de la edad de la Santísima Virgen, que conocía a la Sagrada
Familia desde hacía mucho tiempo, pues cuando Jesús niño se quedó tres días en
Jerusalén después de la fiesta, ella se ocupó de alimentarlo.
Los dos apóstoles cogieron de
allí, entre otras cosas, el cáliz con el que Nuestro Señor instituyó la Sagrada
Eucaristía.
Cuarta meditación.El cáliz y la Última Cena
El cáliz que los apóstoles
cogieron de casa de Verónica, tenía una apariencia hermosísima y misteriosa.
Había estado depositado mucho tiempo en el Templo, entre otros objetos
preciosos, y era muy antiguo, tanto, que su origen y uso habían sido olvidados.
Eso mismo ha pasado en la Iglesia cristiana, donde muchas joyas antiguas
consagradas se han ido olvidando y cayendo en desuso. Muchas veces, enterradas
en el polvo del Templo, han sido encontradas, vasijas antiguas y joyas, que se
han recompuesto y vendido. De este mismo modo, y porque Dios así lo quiso, se
encontró este cáliz santo que nunca se ha podido fundir debido a que no se sabe
de qué material está hecho. Fue hallado por los sacerdotes en el tesoro del
Templo, entre otros objetos que habían sido vendidos como antigüedades. Serafia
lo compró, y había sido utilizado ya muchas veces por Jesús en las
celebraciones; desde el día de la Ultima Cena pasó a ser custodiado por la
sagrada comunidad cristiana. Este cáliz no siempre había tenido el mismo
aspecto; y quizá en esa ocasión de la Cena, habían reunido las diferentes
piezas que lo componían. Colocaron el gran cáliz sobre una bandeja, rodeado por
seis pequeñas copas. El cáliz contenía a su vez un recipiente menor sobre un
plato, todo ello cubierto con una tapadera redonda. En el cáliz había insertada
una cuchara que podía sacarse con facilidad. Todos estos diferentes vasos
estaban envueltos en paños y metidos en una bolsa de cuero, si no estoy
equivocada. El gran cáliz se compone de la copa y del pie, que seguramente fue
añadido con posterioridad, pues las dos partes son de distinto material. La
copa tiene forma de pera, es maciza y oscura y muy bruñida; tiene adornos
dorados y dos pequeñas asas para sujetarla. El pie es de oro puro, finamente
labrado. En él está representada la figura de una serpiente y hay también un
racimo de uva; en todo él se han engastado piedras preciosas.
El gran cáliz quedó depositado
en la iglesia de Jerusalén, cerca de Santiago el Menor, y veo que todavía está
allí; aparecerá un día, como ya apareció antes. Otras iglesias se repartieron
las pequeñas copas que lo rodeaban; una de ellas está en Antioquía, otra en
Éfeso. Pertenecían a los patriarcas, que bebían en ellas un misterioso brebaje
antes de dar o recibir la bendición; yo lo he visto muchas veces.
El gran cáliz perteneció a la
casa de Abraham; Melquisedec lo llevó consigo desde la tierra de Semíramis a la
tierra de Canaán, donde fundó algunos asentamientos en el lugar donde después
se edificaría Jerusalén. Lo utilizó en el sacrificio, cuando ofreció pan y vino
en presencia de Abraham, después volvió a dejarlo en manos de este sagrado
patriarca. El mismo cáliz estuvo asimismo en el Arca de Noé.
Quinta meditación.-Jesús entra en Jerusalén
Por la mañana, mientras los
apóstoles estaban en Jerusalén ocupados con los preparativos de la Pascua,
Jesús, que se había quedado en Betania, se despidió con gran afecto de las
santas mujeres, de Lázaro y de su Santa Madre, y les dio las últimas indicaciones.
Yo vi al Señor hablar a solas con su Madre y le dijo, entre otras cosas, que
había enviado a Pedro, el apóstol de la fe, y a Juan, el apóstol del amor,
delante de Él para preparar la Pascua en Jerusalén. Le dijo, hablando de
Magdalena, cuyo dolor era inmenso, que su amor era muy grande, pero todavía de
algún modo humano, y que por eso el dolor la ponía fuera de sí. Le habló
también de la traición proyectada por Judas, y la Santísima Virgen rogó por él.
Judas había dejado otra vez Betania para ir a Jerusalén, con el pretexto de
pagar unas deudas. Corrió todo el día de un fariseo a otro y acordó el pago con
ellos. Le mostraron quiénes serían los soldados encargados de prender a Nuestro
Divino Salvador. Judas pensó sus excusas de modo que pudiera justificar su
ausencia. Yo he visto todos sus cálculos y todos sus pensamientos. Era de
natural activo y dispuesto, pero esas buenas cualidades topaban con la
avaricia, la ambición y la envidia, pasiones que él no se esforzaba en
combatir. En ausencia de Jesús, había incluso obrado milagros y curado
enfermos.
Cuando Nuestro Señor le dijo a
la Santísima Virgen lo que iba a suceder, ella le pidió, de la manera más
tierna, que la dejase morir con Él. Pero él la exhortó a tener más resignación
en su pena que las otras mujeres; le dijo también que resucitaría, y el lugar
donde se le aparecería. Ella no lloró mucho ante él, pero su dolor era
indescriptible; había algo casi espantoso en su profundo recogimiento. El Señor
le agradeció como hijo piadoso el amor que ella le tenía, y la estrechó contra
su corazón. Le dijo también que celebraría espiritualmente la Ultima Cena con
ella, y le indicó la hora en que ella recibiría su preciosa Sangre. Se despidió
una vez más de todos y les dio las últimas instrucciones.
Jesús y los apóstoles salieron
a las doce de Betania y se encaminaron a Jerusalén; con ellos iban siete
discípulos que eran de Jerusalén y sus alrededores, excepto Natanael y Silas.
Entre ellos estaban también Juan y Marcos, el hijo de la pobre viuda que el
jueves anterior había ofrecido su último dinero en el Templo mientras Jesús
predicaba. Nuestro Señor lo había tomado consigo desde hacía pocos días. Las
santas mujeres los siguieron al cabo de un rato.
Jesús y sus compañeros
rodearon el monte de los Olivos, caminaron por el valle de Josafat y llegaron
incluso hasta el monte Calvario. Mientras caminaban, no cesaba de instruirlos.
Dijo entre otras cosas a los apóstoles que hasta entonces les había dado pan y
vino, pero que hoy les daría su Carne y su Sangre, su ser entero, todo lo que
era y todo lo que tenía. La expresión de Nuestro Señor mientras decía esto era
tan dulce, que su alma parecía estar saliendo de su boca con sus palabras, y
parecía languidecer de amor deseando que llegara el momento de darse a los
hombres. Sus discípulos no lo comprendieron, y creyeron que estaba habiéndoles
del cordero pascual. No hay palabras para expresar todo el amor y toda la
resignación contenidos en los últimos discursos de Nuestro Señor en Betania y
en su camino a Jerusalén.
Los siete discípulos que
habían seguido al Señor a Jerusalén no recorrieron el camino en su compañía;
fueron a llevar al cenáculo los hábitos ceremoniales de la Pascua y volvieron a
casa de María, la madre de Marcos. Cuando Pedro y Juan llegaron al cenáculo con
el cáliz, los vestidos para la ceremonia ya estaban en el vestíbulo, donde los
discípulos y algunos otros compañeros los habían dejado. Habían colocado
también colgaduras en las paredes desnudas, destapado las aberturas de arriba y
habían encendido tres lámparas. A continuación, Pedro y Juan fueron al valle de
Josafat y avisaron a Nuestro Señor y a los apóstoles. Los discípulos y los
amigos que iban a celebrar la Pascua con ellos en el cenáculo, llegaron más
tarde.
Sexta meditación.- La última Pascua
Jesús y sus discípulos
comieron el cordero pascual en el cenáculo, divididos en tres grupos. Jesús con
los doce apóstoles, en el cenáculo propiamente dicho; Natanael con otros doce
discípulos, en una de las salas laterales, otros doce se agruparon en torno a
Eliaquim, hijo de Cleofás y de María, hija de Helí; Eliaquim había sido
discípulo de Juan el Bautista.
Tres de los corderos habían
sido sacrificados para ellos en el Templo. El cuarto cordero fue inmolado en el
cenáculo, y de ése comieron Jesús y los apóstoles. Judas no sabía eso porque,
ocupado en sus artimañas, no había regresado hasta hacía poco, y no había
estado presente cuando sacrificaron el cordero.
El sacrificio del cordero
destinado a Jesús y a los apóstoles fue muy emocionante: se llevó a cabo en el atrio
del cenáculo. Los apóstoles y los discípulos presentes cantaron el salmo 118.
Jesús les habló del tiempo nuevo que comenzaba y que los sacrificios de Moisés
y del cordero pascual iban a cumplirse; y que por esta razón el cordero debía
ser sacrificado como antiguamente en Egipto, porque también ellos estaban a
punto de liberarse de la esclavitud.
Se dispusieron los recipientes
y los instrumentos necesarios. Trajeron un cordero pequeñito tocado con una
corona que fue enviada a la Santísima Virgen, a la estancia en la que ella
permanecía con las santas mujeres. El cordero estaba atado a una tabla, con una
cuerda que le rodeaba el cuerpo; me recordó a Jesús atado en la columna y
azotado. El hijo de Simeón sostenía la cabeza del cordero; Jesús le hizo una incisión
en el cuello con la punta de un cuchillo, que dio entonces al hijo de Simeón,
quien acabó de matarlo. A Jesús parecía repugnarle tener que herir al animal;
lo hizo de prisa, pero con solemnidad: la sangre fue recogida en un cuenco y
Jesús mojó en ella un ramo de hisopo. A continuación, fue a la puerta de la
sala, tintó con sangre los dos pilares y la cerradura y fijó el ramo sobre la
puerta. Habló luego a los discípulos y les dijo, entre otras cosas, que el
ángel exterminador se mantendría alejado, que debían orar en aquel sitio sin
temor y sin inquietud cuando Él fuera sacrificado, Él mismo, el verdadero
cordero pascual; que un nuevo tiempo y un nuevo sacrificio iban a comenzar y
que durarían hasta el fin del mundo.
Después todos fueron al otro
extremo de la sala, cerca del lugar donde debajo, en otro tiempo, había estado
el Arca de la Alianza. El horno estaba encendido: Jesús echó la sangre sobre el
lugar y lo consagró como un altar. Luego, seguido de los apóstoles, fue
rodeando el cenáculo y lo consagró como un nuevo Templo. Mientras tanto, todas
las puertas permanecían cerradas.
El hijo de Simeón había
completado ya la preparación del cordero. Lo había colocado sobre una tabla,
con las patas de delante cada una atada a un palo y las de atrás juntas y
extendidas. Recordaba a Jesús sobre la cruz, y fue metido en el horno para ser
asado con los otros tres corderos sacrificados en el Templo.
Los corderos pascuales de los
judíos se mataban todos en el atrio del Templo aunque en tres sitios distintos:
uno, para las personas distinguidas; otro, para la gente común y, otro, para
los extranjeros. El cordero pascual de Nuestro Señor no fue sacrificado en el
templo, pero todo se hizo conforme a la ley. Jesús pronunció todavía otras
palabras y dijo a sus discípulos que el cordero era sólo un símbolo, que Él era
el verdadero cordero pascual y que sería sacrificado al día siguiente, y otras
cosas que he olvidado.
Tras estas palabras de Jesús,
y habiendo llegado Judas, empezaron a disponerse las mesas. Los discípulos se
pusieron los vestidos de ceremonia que estaban en el vestíbulo, se cambiaron
las sandalias, y se colocaron encima una especie de camisa blanca y una capa,
que era más corta por delante que por detrás; se sujetaron los vestidos en la
cintura, y se remangaron las mangas que eran muy anchas. Cada grupo fue a la
sala que le había sido asignada. Los discípulos a las salas laterales, Nuestro
Señor con los apóstoles se quedó en la del cenáculo. Cogieron cada uno un palo
y, con él en la mano, fueron acercándose de dos en dos a la mesa; permanecieron
de pie, cada cual en su sitio, con el palo apoyado sobre los brazos extendidos
y las manos levantadas.
La mesa era estrecha y con
forma de herradura y de una altura algo superior a la rodilla de un hombre;
frente a Jesús, dentro del semicírculo, se dejó un sitio vacío desde donde
poder servir los platos. Tal como lo recuerdo, Juan, Santiago el Mayor y
Santiago el Menor estaban a la derecha de Jesús; a ese extremo de la mesa se
sentaba Bartolomé; en el otro lado, Tomás y Judas Iscariote; a la izquierda de
Jesús estaban Pedro, Andrés y Tadeo, y en la punta de la izquierda, Simón, y a
continuación Mateo y Felipe.
En medio de la mesa estaba la
bandeja con el cordero pascual. Su cabeza reposaba entre sus patas delanteras, dispuestas
en cruz, las patas de atrás seguían extendidas; todo el borde de la fuente
estaba adornado con ajos. Junto a esta bandeja había un plato con la carne
asada de Pascua, además de un plato con verduras y un segundo plato con
manojitos de hierbas amargas que parecían hierbas aromáticas. Frente a Jesús
había otra fuente con hierbas y un plato con una salsa oscura y espesa. Los
discípulos tenían cada uno ante sí unos panes redondos y planos, sin levadura,
en lugar de platos, y cuchillos de marfil.
Después de la plegaria, el
sirviente principal puso delante de Jesús, sobre la mesa, el cuchillo para
cortar el cordero, y también una copa llena de vino, luego llenó las otras seis
copas, situadas cada una entre dos apóstoles. Jesús bendijo el vino y lo bebió;
los apóstoles compartían una copa entre dos. Nuestro Señor partió el cordero:
los apóstoles fueron recibiendo cada uno una porción sobre su pan. Lo comieron
muy de prisa separando la carne de los huesos con sus cuchillos de marfil y
quemando después los huesos. Todo esto lo hicieron de pie, apenas apoyados en
el respaldo de sus asientos. Jesús partió uno de los panes ácimos, guardó una
parte y distribuyó la otra entre los apóstoles. Su copa de vino fue llenada de
nuevo, pero Jesús no bebió: «Desde ahora no beberé más de este fruto de vida
hasta aquel día, cuando lo beba de nuevo con vosotros en el Reino de Dios.»
Después de beber cantaron un himno; Jesús rezó o permaneció en silencio, y
luego se lavaron las manos de nuevo. A continuación, se sentaron.
Nuestro Señor partió todavía
otro cordero, que hizo llevar a las santas mujeres, que comían en una de las
estancias del patio. Los apóstoles comieron todavía verduras y lechuga. Jesús
tenía una expresión de recogimiento y serenidad tan grandes como yo no le había
visto nunca. Dijo a los apóstoles que olvidaran todas sus preocupaciones. La
Santísima Virgen, sentada a la mesa de las mujeres, estaba también llena de
serenidad. Cuando las demás mujeres se le acercaban y tiraban suavemente de su
velo para llamar su atención y hablar con ella, sus movimientos manifestaban
una gran placidez de espíritu.
Al principio Jesús conversó
afectuosamente con sus apóstoles; después fue quedándose serio y melancólico, y
les dijo: «De cierto os digo que uno de vosotros me ha de entregar.» Había sólo
una fuente con lechuga, y Jesús la repartía a los que estaban a su lado; luego,
encargó a Judas, que estaba enfrente, que la distribuyera a los compañeros de
su lado de mesa. Cuando Jesús habló de un traidor, lo que llenó a todos de
espanto, dijo: «Un hombre que mete la mano conmigo o en el mismo plato, ése me
ha de entregar», lo que significaba: «Uno de los doce que están comiendo y
bebiendo conmigo, uno de los que comparten mi pan.» No señaló claramente a
Judas ante los otros, pues meter la mano en el mismo plato era una expresión
que también quería decir que se tenía la mayor intimidad. Sin embargo, quería
que Judas, que había metido la mano en el mismo plato que el Señor, para
repartir la lechuga, se diera por enterado. Jesús añadió: «El Hijo del Hombre
se va, como está escrito de él; mas ¡ay de aquel por quien el Hijo del Hombre
es entregado. Bueno le fuera al tal hombre no haber nacido.»
Los apóstoles, muy turbados,
le preguntaban a la vez: «Señor, ¿soy yo?», pues no comprendían del todo las
palabras de Jesús. Pedro, por señas, le pedía a Juan que le preguntara a
Nuestro Señor de quién hablaba, pues habiendo sido reconvenido por Jesús, temía
que se estuviese refiriendo a él. Juan, que estaba a la derecha de Jesús y
apoyado en el brazo izquierdo comía con la mano derecha, recostó su cabeza en
el pecho de Jesús y le preguntó: «Señor, ¿quién es?» Yo no vi que Jesús lo
dijera de palabra, pero dijo: «Es aquel a quien le doy el pan que he mojado.»
No sé si se lo susurró a Juan pero éste lo supo en cuanto Jesús mojó el pedazo
de pan y se lo ofreció afectuosamente a Judas, quien a su vez preguntó: «¿Soy
yo, Señor?» Jesús lo miró con amor y le dio una respuesta ambigua. Entre los
judíos ofrecer pan era una prueba de amistad y de confianza. Jesús utilizó ese
gesto para advertir a Judas sin declararlo culpable ante los otros. Sin
embargo, Judas se consumía de rabia. Yo vi durante la cena una figura horrible
sentada a sus pies, que a veces ascendía hasta su corazón. No vi que Juan le
repitiera a Pedro lo que Nuestro Señor le había dicho, pero lo tranquilizó con
la mirada.
Séptima meditación.Jesús lava los pies a los apóstoles
Todos se levantaron de la
mesa, y mientras recomponían sus ropas como era usual antes del oficio solemne,
el sirviente principal entró con dos criados para quitar la mesa. Jesús le
pidió que llevara agua al atrio y el sirviente se fue de la sala con sus
criados. Jesús, de pie entre los apóstoles, les habló algún tiempo con
solemnidad. No puedo repetir exactamente lo que dijo, pero me acuerdo de que
les habló del Reino, de que volvía con su Padre, de lo que les dejaría cuando
se separase de ellos, etc. Les habló también sobre la penitencia, la confesión,
el arrepentimiento y la justificación.
Yo comprendí que se estaba
refiriendo al lavatorio de los pies, y vi que todos los apóstoles reconocían
sus pecados y se arrepentían de ellos, excepto Judas. Este discurso fue también
largo y solemne y cuando acabó, Jesús envió a Juan y a Santiago el Menor a
buscar el agua al vestíbulo, y les dijo a los apóstoles que colocaran las
sillas en semicírculo; Él se fue también al vestíbulo, y allí se envolvió el
cuerpo con una toalla, y mientras tanto, los apóstoles, en la sala, se decían
algunas palabras y se preguntaban cuál sería el primero de entre ellos. El
Señor les había dicho claramente que iba a dejarlos y que su Reino estaba muy
próximo y al alcance, lo que reforzaba aún más su idea de que el Señor tenía
unos planes secretos y que se había referido a un triunfo terrestre que
proclamaría en el último momento.
Mientras, Jesús, en el
vestíbulo, mandó a Juan que cogiera una jofaina y a Santiago, un cántaro lleno
de agua; y que lo siguieran a la sala, adonde el sirviente principal había
llevado otra jofaina vacía.
Jesús, ataviado de un modo tan
humilde, les reprochó la disputa que se había suscitado entre ellos, y les
dijo, entre otras cosas, que Él mismo era su servidor, y que se sentaran para
que él les lavara los pies. Tomaron asiento en el mismo orden que habían estado
sentados a la mesa. Jesús iba del uno al otro echándoles sobre los pies agua de
la jofaina que llevaba Juan; luego, con un extremo de la toalla en la que
estaba envuelto, se los secaba. Nuestro Señor llevó a cabo este acto de
humildad lleno de afecto hacia sus apóstoles.
Cuando llegó a Pedro, éste
asimismo humilde, quiso detenerlo, y le dijo: «Señor, ¿cómo vas tú a lavarme
los pies?» Jesús le contestó: «Ahora no entiendes lo que hago, pero lo
entenderás más tarde.» Me pareció que en un aparte le decía: «Simón, has
merecido que mi Padre te revelara quién soy yo, de dónde vengo y adónde voy; tú
sólo lo has reconocido abiertamente. Y por eso sobre ti construiré mi Iglesia,
y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Mi poder permanecerá en
ti y en tus sucesores hasta el final de los tiempos.»
Jesús señaló a Pedro ante los
apóstoles, y les dijo que cuando él ya no estuviera presente, Pedro ocuparía su
lugar. Pedro exclamó: «Tú nunca me lavarás los pies.» A lo que el Señor
respondió: «Si no lo hago no tendrás nada que ver conmigo.» Entonces Pedro
añadió: «Señor, lavadme no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza».
Jesús dijo: «Quien ha sido purificado no precisa lavarse más que los pies: todo
el resto es puro; vosotros estáis, pues, limpios, aunque no todos». Con estas
palabras se refería a Judas. Jesús había hablado del lavatorio de los pies como
de un símbolo del perdón de las culpas cotidianas, porque los pies están sin
cesar en contacto con la tierra, y si no se los limpia constantemente siempre
están sucios.
Al lavarles Jesús los pies fue
como si les hubiera concedido una especie de absolución espiritual. Pedro, en
medio de su celo, lo que vio fue aquel gesto era una humillación demasiado
grande para su Maestro. Él no sabía que al día siguiente, para salvarlo, Jesús
se sometería a la ignominiosa muerte en la cruz.
Cuando Jesús lavó los pies de
Judas, lo hizo del modo más afectuoso. Acercó su sagrada faz a los pies de
Judas y le dijo en voz baja que desde hacía un año sabía de su traición. Judas
fingía no oírlo y hablaba con Juan, lo que hizo que Pedro se irritara y no
pudiera evitar decirle: «Judas, el Maestro te está hablando». Entonces Judas
dio a Jesús una réplica vaga y evasiva, dijo algo así como: «Dios me libre,
Señor.» Los demás no se habían dado cuenta de que Jesús le había hablado a
Judas, pues lo hizo en voz baja para que los otros no lo oyeran y, además,
estaban ocupados en calzarse de nuevo las sandalias. Nada en todo el transcurso
de su Pasión afligió tanto a Jesús como la traición de Judas.
Jesús finalmente lavó también
los pies de Juan y Santiago. Luego les habló sobre la humildad, y les dijo que
el más grande entre todos era aquel que servía a los demás, y que a partir de
entonces debían lavarse los pies unos a otros. A continuación, se puso sus vestidos.
Los apóstoles se desciñeron los suyos, que habían sujetado para comer el
cordero pascual.
Octava meditación.Institución de la Sagrada Eucaristía
Según indicaciones de Nuestro
Señor, el sirviente principal volvió a disponer de nuevo la mesa, que habían
retirado un poco. Colocándola en medio de la sala, puso sobre ella una jarra
lleno de agua y otra llena de vino. Pedro y Juan fueron a la parte de la sala
en donde estaba el horno del cordero pascual, a buscar el cáliz que habían
traído desde casa de Serafia y que tenían guardado en su bolsa. Lo sujetaron
entre los dos, a la manera de un tabernáculo, y lo dejaron sobre la mesa,
delante de Jesús. Había también allí una fuente ovalada con tres panes sin
levadura dispuestos sobre un paño de lino, junto con el medio pan que Jesús
había guardado de la cena pascual. A su lado tenía asimismo un jarro con agua y
vino y tres recipientes, uno con aceite espeso, otro con aceite claro y el
tercero vacío.
Desde tiempos inmemoriales se
observaba la costumbre de comer del mismo pan y beber de la misma copa al
finalizar la comida, como signo de fraternidad y amor, y para dar la bienvenida
o despedirse. Creo que en las Sagradas Escrituras se habla más de esto.
En la Última Cena, Jesús elevó
esa costumbre, que hasta entonces había sido un rito simbólico y figurativo a
la dignidad del más grande Sacramento. Posteriormente, entre los cargos
presentados ante Caifás, a partir de la traición de Judas, Jesús fue acusado de
haber introducido una novedad en la ceremonia de Pascua; sin embargo, Nicodemo
demostró cómo en las Escrituras eso ya constaba como una práctica antigua.
Jesús se encontraba entre
Pedro y Juan, las puertas estaban cerradas, y todo tenía un aire misterioso y
solemne. Cuando el cáliz fue sacado de su bolsa, Jesús oró y habló a sus
apóstoles con gran seriedad. Yo vi a Jesús explicándoles el significado de la
Cena y toda la ceremonia, y me hizo pensar en un sacerdote enseñando a otros a
decir misa.
Jesús tenía delante una
bandeja en la cual reposaban los vasos, y tomando el paño de lino blanco que
cubría el cáliz, lo extendió sobre la bandeja. Después le vi quitar de encima
del cáliz una tapa redonda y ponerla sobre la misma bandeja. A continuación,
retiró el paño que cubría los panes ácimos y los puso sobre; sacó también de
dentro del cáliz una copa más pequeña y repartió a su derecha y a su izquierda
las seis copas de que estaba rodeado. Entonces bendijo el pan y el aceite,
levantó con las dos manos la bandeja con los panes, elevó la mirada, rezó,
ofertó, depositó de nuevo la bandeja sobre la mesa y volvió a cubrirla. Tomó
luego el cáliz, hizo que Pedro echara vino en él y que Juan añadiera un poco de
agua que Jesús había bendecido antes; a continuación, bendijo el cáliz, lo
elevó orando, lo ofreció y lo colocó de nuevo sobre la mesa.
Juan y Pedro le echaron un
poco de agua sobre las manos, encima del plato en el que habían estado los
panes. Jesús recogió, con la cuchara insertada en el pie del cáliz, un poco del
agua vertida sobre sus manos y la vertió a su vez sobre las de ellos; después,
el plato fue dando la vuelta a la mesa y todos se lavaron las manos sobre él.
Todo esto me recordó extraordinariamente el sagrado sacrificio de la misa.
Mientras tanto, Jesús se
mostraba cada vez más tierno y afectuoso con sus discípulos; les repitió que
iba a darse a ellos entero, todo lo que él tenía, es decir, Él mismo, como si
estuviera transido de amor. Le vi volverse transparente, hasta parecer una
sombra luminosa. Partió el pan en varios trozos y los dejó sobre la bandeja;
cogió un poco del primer pedazo y lo echó en el cáliz. En el momento en que
hizo eso, me pareció ver a la Santísima Virgen recibiendo el sacramento
espiritualmente, aun no estando presente. No sé cómo, pero me pareció verla
entrar, caminando sin tocar el suelo, y llegar hasta donde estaba Nuestro Señor
para recibir de Él la Sagrada Eucaristía; después ya no la vi más. Aquella
mañana, en Betania, Jesús le había dicho que celebraría la Pascua con ella en
espíritu, y le había indicado la hora en que debía ponerse a orar para recibir
la Eucaristía.
Jesús rezó y les enseñó aún
unas cuantas cosas más sus palabras salían de su boca como un fuego luminoso, y
como tal entraban en los apóstoles, en todos excepto en Judas. Cogió la bandeja
con los trozos de pan y dijo: «Tomad y comed, éste es mi cuerpo, que será
entregado por vosotros.» Extendió la mano derecha en señal de bendición, y
mientras lo hacía todo Él resplandecía. Sus palabras eran luminosas, y el pan
entraba en la boca de los apóstoles como una sustancia brillante; yo vi cómo la
luz penetraba en todos ellos; sólo Judas permanecía en tinieblas. Jesús ofreció
primero el pan a Pedro, después a Juan, y a continuación hizo señas a Judas
para que se acercara. Judas recibió el Sacramento en tercer lugar, pero las
palabras de Nuestro Señor parecían huir de la boca del traidor y volver a Él.
Esa visión me perturbó tanto que no puedo describir mis sentimientos. Jesús le
dijo: «Haz cuanto antes lo que tienes que hacer.» Después administró el
Sacramento a los demás, apóstoles que fueron aproximándose de dos en dos.
Jesús sujetó el cáliz por sus
dos asas y lo elevó hasta su cara pronunciando las palabras de consagración.
Mientras lo hacía se lo veía transfigurado y transparente, como si todo su ser
lo hubiera abandonado para pasar a estar contenido en el pan y el vino. Dio de
beber a Pedro y a Juan del cáliz que sostenía en la mano y luego lo dejó de
nuevo sobre la mesa. Juan vertió la divina sangre del cáliz en las copas
pequeñas y Pedro se las entregó a los apóstoles, que bebieron dos de la misma
copa. No estoy muy segura pero creo que Judas también bebió un sorbo del cáliz.
Después ya no volvió a su sitio, sino que se fue inmediatamente del cenáculo;
los demás creyeron que iba a cumplir un encargo de Jesús. Se fue sin rezar y
sin dar gracias, con la gran ingratitud que supone retirarse sin dar gracias
después del pan cotidiano, mucho más tras haber recibido el pan de vida eterna
de los ángeles. Durante toda la cena estuve viendo al lado de Judas una figura
terrorífica, cuyos pies eran como un hueso seco; pero cuando Judas llegó a la
puerta del cenáculo, vi tres demonios a su alrededor: el uno entraba en su
boca, el otro le daba prisa y el tercero corría ante él. Era de noche y
parecían irle alumbrando el camino; Judas corría como un insensato.
Nuestro Señor echó un resto de
la divina sangre, que había quedado en el fondo del cáliz, la pequeña copa que
había estado en su interior; después puso sus dedos sobre el cáliz y Pedro y
Juan echaron de nuevo agua y vino sobre ellos. Después les dió a beber otra vez
del cáliz y lo que quedó lo echó en las copas y lo repartió entre los demás
apóstoles. A continuación, Jesús limpió el cáliz, metió dentro la pequeña en la
que había guardado el resto de la sangre divina, puso encima la bandeja con lo
que quedaba del pan consagrado, le colocó la tapadera, envolvió el cáliz y lo
situó en medio de las seis copas. Yo vi como, después de la Resurrección, los
apóstoles comulgaban con los restos del Santísimo Sacramento.
No recuerdo que el Señor
comiera o bebiera el pan y el vino consagrados, tampoco vi ññque Melquisedec lo
hiciera cuando ofreció él también pan y vino. Pero sé por qué los sacerdotes
participan del Sacramento aunque Jesús no lo hiciera. Si los ángeles la
hubieran distribuido, ellos no hubieran participado de la Eucaristía; pero si
los sacerdotes no participaran, lo que queda de la Eucaristía se perdería, así
que lo hacen para preservarla.
Había una indescriptible
solemnidad en todo lo que Jesús hizo durante la Sagrada Eucaristía, y cada uno
de sus movimientos estaba lleno de majestad. Vi que los apóstoles anotaban
cosas en unos pequeños trozos de pergamino que llevaban consigo. Varias veces
durante la ceremonia los vi también inclinarse unos ante otros, como hacen
nuestros sacerdotes.
Novena meditación. Instrucciones privadas y consagraciones-
Jesús dio a sus apóstoles unas
instrucciones privadas. Les dijo que debían seguir celebrando el Santísimo
Sacramento en memoria suya hasta el fin de los tiempos. Les enseñó cómo usarlo
y cómo transmitirlo; y de qué modo, gradualmente, debían enseñar y hacer
público este misterio. Les enseñó cuándo debían comer el resto de los elementos
consagrados, cuándo debían darle parte de ellos a la Santísima Virgen, y cómo
consagrar ellos mismos cuando les hubiese enviado el Divino Consuelo. Después
les habló del sacerdocio, de la sagrada unción, de la preparación del Crisma y
de los Santos Óleos. Había tres recipientes: dos de ellos contenían una mezcla
de aceite y de bálsamo. Les enseñó a hacer esta mezcla, a qué partes del cuerpo
se debía aplicar, y en qué ocasiones. Recuerdo, entre otras cosas, que citó un
caso en que la Sagrada Eucaristía no debía ser administrada; puede que fuera en
la Extremaunción, mis recuerdos no están claros en este punto. Habló de
diferentes tipos de unción, sobre todo de las de los reyes, y dijo que incluso
los reyes inicuos, al ser ungidos, recibían de la unción especiales poderes.
Puso un poco de ungüento y de aceite en un recipiente vacío y los mezcló, no
puedo decir con total seguridad si fue entonces o al consagrar el pan cuando
bendijo el aceite.
Después vi cómo Jesús ungía a
Pedro y a Juan, en cuyas manos Él había vertido el agua que había corrido por
sus manos y a los cuales había dado de beber de su mismo cáliz. A continuación,
les impuso las manos sobre la cabeza y sobre los hombros. Ellos unieron sus
manos cruzando los pulgares y se inclinaron profundamente ante Nuestro Señor
hasta ponerse casi de rodillas. Jesús les ungió el dedo pulgar y el índice de
cada mano y trazó una cruz sobre sus cabezas con el Crisma. Les dijo que
también aquello permanecería hasta el fin del mundo.
Santiago el Menor, Andrés,
Santiago el Mayor y Bartolomé fueron asimismo consagrados. Vi cómo cruzaba
sobre el pecho de Pedro una especie de estola que éste llevaba colgada al
cuello. A los otros simplemente se la cruzó desde el hombro derecho hasta el
izquierdo. No me acuerdo bien si esto lo hizo durante la institución del
Santísimo Sacramento o sólo durante la unción.
Comprendí que, con esta
unción, Jesús les comunicaba algo esencial y sobrenatural que soy incapaz de
describir. Les dijo que, en cuanto recibieran el Espíritu Santo, podrían
consagrar el pan y el vino y ungir a los demás apóstoles. Me fue mostrado aquí
cómo el día de Pentecostés, Pedro y Juan impusieron las manos a los otros
apóstoles y una semana después a los demás discípulos. Tras la Resurrección,
Juan administró por primera vez el Santísimo Sacramento a la Santísima Virgen.
Este hecho fue celebrado durante un tiempo por la Iglesia triunfante, aunque la
Iglesia terrenal no lo haya celebrado desde hace mucho. Los primeros días
después de Pentecostés, sólo Pedro y Juan consagraban la Sagrada Eucaristía,
pero más tarde vi que los otros consagraban también.
Nuestro Señor bendijo asimismo
fuego en una vasija de hierro, y después de eso se procuró no dejarlo apagar
jamás. Fue conservado junto al lugar donde fue depositado el Santísimo
Sacramento, del corazón del antiguo horno pascual, y de allí lo sacaban siempre
para los usos espirituales.
Todo lo que Jesús hizo
entonces fue en secreto y fue enseñado también en secreto. La Iglesia ha
conservado todo lo que era esencial de esas instrucciones privadas y, bajo la
inspiración del Espíritu Santo, lo ha ido desarrollando y adaptando según sus
necesidades.
Yo no sé si Juan y Pedro
fueron consagrados obispos, o sólo Pedro y Juan consagrado sacerdote, o qué
dignidad fue otorgada a los demás apóstoles. Pero los diferentes modos en que
Nuestro Señor dispuso las estolas sobres sus pechos parecen indicar distintos
grados de consagración.
Cuando estas ceremonias
concluyeron, el cáliz, que estaba junto a la vasija del Crisma, fue cubierto, y
Pedro y Juan llevaron el Santísimo Sacramento a la parte más retirada de la
sala, que estaba separada del resto por una cortina de gasa azul, y desde
entonces aquel lugar fue el Santuario. El sitio donde fue depositado el
Santísimo Sacramento estaba muy poco más elevado que el horno pascual. José de
Arimatea y Nicodemo cuidaron el Santuario y el cenáculo en ausencia de los
apóstoles.
Jesús dio todavía
instrucciones a sus apóstoles durante largo rato y también rezó varias veces.
Con frecuencia parecía conversar con su Padre celestial; estaba lleno de
entusiasmo y de amor. Los apóstoles estaban exultantes de gozo y de celo, y le
hacían diversas preguntas que Él les contestaba. La mayoría de estas palabras
están en las Sagradas Escrituras. El Señor dijo a Pedro y a Juan diversas cosas
que luego ellos debían transmitir a los demás apóstoles, y éstos, a su vez, a
los discípulos y a las santas mujeres, según la capacidad de cada uno para los
conocimientos transmitidos. Jesús habló en privado con Juan, le dijo que
viviría más tiempo que los otros. Le contó también algo relativo a siete
Iglesias, coronas, ángeles y le dio a conocer misteriosas representaciones que,
según yo creo, significaban varias épocas. Los otros apóstoles sintieron un
poco de envidia por esa confianza particular que Jesús le había demostrado a
Juan.
Jesús habló de nuevo del
traidor. «Ahora está haciéndolo», decía. Y, de hecho, yo vi a Judas haciendo
exactamente lo que Jesús decía.
Pedro aseguraba con vehemencia
que él sería siempre fiel a Jesús, y éste dijo: «Simón, Simón, Satanás te desea
para molerte como trigo; pero yo he rogado por ti para que tu fe no
desfallezca, y que, cuando tú seas confirmado, puedas confortar a tus
hermanos.»
Y entonces, Nuestro Señor les
dijo de nuevo que a donde Él iba, ellos no podían seguirlo, a lo que Pedro
contestó exaltado: «Señor, yo estoy dispuesto a acompañarte a la prisión y la
muerte.» A lo que Jesús le respondió: «En verdad, en verdad te digo que, antes
de que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres.»
Hablándoles de los tiempos
difíciles que se avecinaban, Jesús les dijo: «Cuando os he mandado sin bolsa y
sin sandalias, ¿os ha faltado algo?» «No», respondieron los apóstoles. «Pues
ahora», prosiguió Jesús, «que cada cual coja su bolsa y
sus sandalias y, quien nada tenga, que venda su túnica para comprar una espada,
pues en verdad os digo que todo lo que fue escrito se va a cumplir: ha sido
reconocido como inicuo. Todo lo relacionado conmigo ha llegado a su fin.» Los
apóstoles entendieron todo esto de un modo literal y Pedro le mostró dos
espadas cortas y anchas como dagas. Jesús dijo: «Basta, vayámonos de aquí.» A
continuación, entonaron un himno de acción de gracias, colocaron la mesa a un
lado y se fueron hacia el atrio.
Allí encontró Jesús a su
Madre, a María, hija de Cleofás, y a Magdalena, que le suplicaron con ansia que
no fuera al monte de los Olivos, porque corría el rumor de que querían cogerle.
Pero Jesús las consoló con pocas palabras, y se alejó rápidamente de ellas.
Debían de ser cerca de las nueve. Bajaron por el camino que Pedro y Juan habían
seguido para llegar al cenáculo, y se dirigieron al monte de los Olivos.
Yo he visto la Pascua y la
institución de la Sagrada Eucaristía como lo he relatado. Aunque mi emoción en
esos momentos era tan grande que no pude prestar mucha atención a los detalles,
pero ahora lo he visto con más claridad. No hay palabras que puedan expresar la
fatiga y la pena, su visión del interior de los corazones, el amor y la
fidelidad de Nuestro Salvador. Su conocimiento de todo lo que iba a suceder.
¡Cómo quedarse sólo en lo externo! Nuestro corazón se inflama de admiración,
gratitud y amor -la ceguera de los hombres es incomprensible-, y nuestra alma
se ve sobrepasada por la conciencia de la ingratitud del mundo entero y por sus
propios pecados.
La ceremonia de la Pascua fue celebrada
por Jesús de total conformidad con la ley. Los fariseos tenían por costumbre
añadir algunos minutos y ceremonias suplementarias.--