domingo, 25 de agosto de 2024

Blasfemias y groserias...

 

EJÉRCITO REMANENTE ..

La masonería promueve el lenguaje soez para acabar con el pensamiento crítico

Orwell ha explorado el poder del lenguaje para moldear nuestro pensamiento, incluido el poder de un lenguaje descuidado o degradado para distorsionar el pensamiento. Recurrir a la palabrota degrada y simplifica el pensamiento. No olvidemos que usan el lenguaje para distorsionar la realidad.

Cuando tengas que hablar, hazlo de tal modo que tus palabras sean mejores que tu silencio.

¡Qué mal hablamos!

Discúlpame lector querido por comenzar así, con una queja árida y a bocajarro, pero no he querido disimular ni edulcorar la desazón que me provoca la extensión y la intensión del lenguaje soez que padecemos, auténticamente repulsivo. Porque a eso me refiero cuando digo que hablamos mal, no al hecho de usar el lenguaje con mayor o menor corrección o propiedad, aunque también esos aspectos darían para comentar largamente. Pero no va por ahí mi queja sino del uso de palabras groseras y malsonantes.

Propiciado por la masonería, secta satánica que gobierna el mundo y domina los medios y las mentes, prácticamente no hay ámbito donde no prolifere la mala educación en el lenguaje. Desde las conversaciones triviales a los medios de comunicación, desde la literatura al cine (es prácticamente imposible encontrarse con una película que no esté cuajada de exabruptos), desde el lenguaje juvenil al de los líderes sociales, desde los espacios de humor a los espectáculos públicos.

No es que las expresiones burdas me escandalicen por su tosquedad ni porque sean malsonantes. No es eso -desde que guardo memoria las he oído de todos los calibres-. Lo que sí me escandaliza es su práctica normalizada, su generalización impúdica, la libertad de movimientos de que gozan, la altanería con que se profieren, la habituación que han adquirido y lo que me parece aún más grave, la falta de oposición con que circulan. Que el lenguaje se pervierta ya es grave, pero que lo pervertido adquiera carta de naturaleza social es más grave todavía. No es que a alguien se le escape de vez en cuando algún taco, es que vemos que se extiende el hablar mal y quienes lo hacen, lejos de pedir disculpas, se ufanan con su uso y su reiteración.

Orwell ha explorado el poder del lenguaje para moldear nuestro pensamiento, incluido el poder de un lenguaje descuidado o degradado para distorsionar el pensamiento. Expresó estas preocupaciones no sólo en sus novelas Rebelión en la granja y 1984, sino también en su ensayo clásico, «La política y la lengua inglesa», donde argumenta que «si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento».

El régimen totalitario descrito en 1984 exige a los ciudadanos que se comuniquen en neolengua, una lengua cuidadosamente controlada con una gramática simplificada y un vocabulario restringido diseñado para limitar la capacidad del individuo de pensar o expresar conceptos subversivos como la identidad personal, la autoexpresión y el libre albedrío. Con esta bastardización del lenguaje, los pensamientos completos son reducidos a términos simples que sólo transmiten un significado simplista,  véase estar recurriendo a la palabrota continuamente, degrada y simplifica el pensamiento.

La neolengua elimina la posibilidad de matizar, haciendo imposible la consideración y la comunicación de los matices de significado. El Partido también pretende, con palabras cortas de neolengua, hacer que el discurso sea físicamente automático y, por tanto, que sea en gran medida inconsciente, lo que disminuye aún más la posibilidad de un pensamiento verdaderamente crítico.

Con un 20% de jóvenes que apenas saben leer, y, por lo tanto, iletrados que, además, están debilitados por las pantallas, ya no hay riesgo de que el gobierno se encuentre con un desafío político digno de ese nombre.

Tenemos una masa cada vez más cretinizada, clavada en las pantallas, que penetra en este totalitarismo digital que le es ofrecido, que subsiste sin el lenguaje necesario para clarificar sus pensamientos, con sentimientos igualmente cada vez más rudimentarios. Como ya no tenemos palabras para expresar nuestras emociones, éstas se vuelven muy bárbaras. La barbarie es simplemente la ausencia del lenguaje. El resultado fatal de todo esto es la deriva totalitaria que estamos padeciendo.

Para que haya una deriva totalitaria, debe haber una coalición de masas y el poder de la ideología. Las masas estaban preparadas para este totalitarismo, lo han pedido y están pidiendo más. Nos encontramos en una situación extremadamente crítica en la que tenemos generaciones cada vez más estúpidas e iletradas, con un coeficiente intelectual general en descenso, y con ecuaciones extremadamente problemáticas para resolver a nivel de la historia de la humanidad.

Arrancando de estos principios, pretendo ofrecer ahora un puñado de reflexiones sobre este hecho, mucho más grave, a mi parecer, de lo que pudiera pensarse a simple vista. Porque no es -solo ni en primer lugar- un problema de formas, no es -solo ni en primer lugar- una cuestión estética, sino algo más profundo y en mi opinión, uno de los síntomas inequívocos de descomposición moral que padecemos socialmente. Comenzaré por la dimensión fundamental: la estrechísima relación existente entre nuestro ser (personas humanas) y la palabra.

Ser y decir

Nuestro ser no es nuestro decir pero entre ser y decir existe una relación de continuidad sin cortes ni saltos. En el ser humano una cosa es lo que el hombre es y otra lo que el hombre dice. Parece bastante claro que ser y decir no son lo mismo. En el hombre no, pero en Dios sí. En Dios su Ser es su Decir. Más aún, en Dios su Ser, que es su Decir, es al mismo tiempo su Hacer, y este ser que simultáneamente es su decir y su hacer no es otra cosa que su mismo nombre, Dios es, “Yahvé”. Dios es el que es. Así se da a conocer a Moisés y así se hace nombrar por su pueblo. Por otra parte no es ninguna salida de tono decir que Dios es su palabra. A los cristianos se nos invita a meditar detenidamente el prólogo del evangelio de San Juan en el cual se afirma y se reitera que “la Palabra estaba en Dios y la Palabra era Dios” (Jn 1, 3). Esquemáticamente la idea podría quedar así:



En un segundo momento, caigamos en la cuenta de que el hombre está hecho a imagen de Dios. Pues bien, lo propio de una imagen es que refleje el original, que lo reproduzca de la mejor manera posible. Para la idea que estamos comentando, eso quiere decir que si bien nosotros no somos nuestro decir, ni nuestro hacer, ni nuestro nombre, sí estamos llamados a serlo.

Entre ser, decir y hacer, en el hombre no podemos poner el signo igual, sino su contrario, el signo desigual (=) en pero en la medida en que en nuestra vida se vayan desapareciendo diferencias entre esos tres verbos, la tachadura debe ir desdibujándose y así la imagen de Dios que somos irá descubriendo su auténtica realidad. La unidad interna de cada persona consigo misma llegará a su perfección cuando su ser, su decir y su hacer se identifiquen recíprocamente, cuando coincidan. Esa es la vocación última y definitiva de toda persona humana: ir perfeccionado su ser a lo largo de la vida de tal manera que llegada esta a su cénit, nuestro ser sea nuestra palabra, y esta a su vez la síntesis de nuestras obras, y este ser-decir-hacer equivalga a nuestro nombre. En eso consiste lo que en términos psicológicos llamamos “unidad de vida”, en ser uno consigo mismo, a imagen del original. Hacia esa unidad caminamos y tal unidad constituirá un día nuestra plenitud; y en eso consiste, dicho en términos cristianos, la vocación a la santidad, propia de cada bautizado de modo que pueda llevarse a cumplimiento el mandato del Señor: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).

Blasfemias y groserías

Dentro del lenguaje inapropiado tienen un puesto destacado las blasfemias y las groserías. Con no poca frecuencia unas y otras se disculpan por la falta de consciencia con que se profieren, bien sea porque hay ambientes que las propician, bien sea porque las han hecho costumbre. No cabe duda de que mucho de esto sí hay, pero ni el ambiente ni los hábitos incorrectos justifican el mal uso del lenguaje, ni dan carta de normalidad a imprecaciones que no deberían oírse.

Tanto las groserías como las blasfemias son graves pero la blasfemia lo es especialmente. Acerca de la blasfemia -insulto dirigido contra Dios, la Virgen, los santos o en general contra las cosas sagradas- solo quiero dejar constancia de su maldad intrínseca, y, por tanto, su gravedad extrema. La blasfemia es manifestación de odio hacia Dios y a lo sagrado y por ello mismo un acto perverso de impiedad e irreverencia. Esencialmente la blasfemia es satánica en cuanto que tal expresión de odio solo puede tener su origen en el espíritu del mal. A cualquier hombre de conciencia recta, a cualquier espíritu sano, sea o no cristiano, el lenguaje blasfemo no puede producirle sino una íntima e intensa repugnancia. Reitero mi propósito de dejar consignada su iniquidad y sobre este punto concluir que es el lenguaje del infierno, donde sólo se escuchan gritos y blasfemias.

El testimonio del bien decir (bendecir)

Hablar bien hace bien. Hace poco, oí comentar a una persona de verbo limpio un testimonio que llamó la atención de los presentes. Hacía notar que en varias ocasiones había tenido conversaciones con interlocutores malhablados, los cuales, según iba avanzando el encuentro, habían ido cambiando sus modos de expresión, pasando de emplear abundantes palabras groseras al inicio, a evitarlas y no decir ninguna al final de la charla con esas personas. Basta con hablar bien, decía, para que los otros -al menos algunos- se esfuercen en hacer lo mismo. Esto no pasa de ser un testimonio puntual pero es suficientemente ilustrativo de que el bien hablar no es solo una cuestión estética ni de formas; al contrario, contribuye a limpiar las relaciones y tiene eficacia inmediata muy valiosa.

Este escrito tiene como finalidad el ampliar la mente y el espíritu con el lenguaje, que si para la masonería tiene tanta importancia ya que modela el pensamiento crítico y nos aleja del hombre imagen del Creador, tratando de asemejarnos a las bestias, animalizando.  El Español es un idioma riquísimo que tiene palabras adecuadas para definir cualquier situación y enriquecer de ese modo el pensamiento ampliando conceptos.

No nos dejemos seducir por el lenguaje del infierno, en el que la mujer para reafirmar su igualdad se ha dejado arrastrar con estusiasmo, cuando es ella la que modela a la sociedad. Y el demonio lo sabe….

Apocalipsis 17:3

Y me llevó en el Espíritu a un desierto; y vi a una mujer sentada sobre una bestia escarlata, llena de nombres blasfemos, y que tenía siete cabezas y diez cuernos

Apocalipsis 13:6

Y abrió su boca en blasfemias contra Dios, para blasfemar su nombre y su tabernáculo, {es decir, contra} los que moran en el cielo.

Daniel 3:29

Por tanto, proclamo un decreto de que todo pueblo, nación o lengua que diga blasfemia contra el Dios de Sadrac, Mesac y Abed-nego sea descuartizado y sus casas reducidas a escombros, ya que no hay otro dios que pueda librar de esta manera.

Catholic.net

domingo, 18 de agosto de 2024

Santa Helena y La Santa Cruz....

 


      
Santa Elena, reina

fecha de inscripción en el santoral: 18 de agosto
†: c. 329 - país: Italia
otras formas del nombre: Helena
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: En Roma, en la vía Labicana, santa Elena, madre del emperador Constantino, que, entregada con singular empeño a ayudar a los pobres, acudía piadosamente a la iglesia mezclada entre los fieles, y habiendo peregrinado a Jerusalén para descubrir los lugares del nacimiento de Cristo, de su Pasión y Resurrección, honró el pesebre y la cruz del Señor con basílicas dignas de veneración.
Patronazgos: patrona de varias ciudades europeas, y de los arqueólogos, los tintoreros, los cazadores de tesoros, y los mineros; protectora contra rayos y peligros de incendio; para descubrir robos y encontrar cosas perdidas.

Por lo que se puede conjeturar, santa Elena nació en Drepano de Bitinia. Probablemente era hija de un posadero. El general romano Constancio Cloro la conoció hacia el año 270 y se casó con ella, a pesar de su humilde origen. Cuando Constancio Cloro fue hecho césar, se divorció de Elena y se casó con Teodora, hijastra del emperador Maximiano. Algunos años antes, en Naissus (Nish, en Servia), Elena había dado a luz a Constantino el Grande, que llegó a amar y venerar profundamente a su madre, a la que le confirió el título de «Nobilissima Femina» (mujer nobilísima) y cambió el nombre de su ciudad natal por el de Helenópolis. Alban Butler afirma: «La tradición unánime de los historiadores británicos sostiene que la santa emperatriz nació en Inglaterra»; pero en realidad, la afirmación tan repetida por los cronistas medievales de que Constancio Cloro se casó con Elena, «quien era hija de Coel de Colchester», carece de fundamento histórico. Probablemente, dicha leyenda, favorecida por ciertos panegíricos de Constantino, se originó en la confusión con otro Constantino y otra Elena, a saber: la Elena inglesa que se casó con Magno Clemente Máximo, quien fue emperador de Inglaterra, Galia y España, de 383 a 388; la pareja tuvo varios hijos, uno de los cuales se llamó Constantino (Custennin). Esta Elena recibió el título de «Luyddog» (hospitalaria). Dicho título empezó, más tarde, a aplicarse también a santa Elena, y un documento del siglo X dice que Constantino era «hijo de Constrancio (sic) y de Elena Luicdauc, la cual partió de Inglaterra en busca de la cruz de Jerusalén y la trasladó de dicha ciudad a Constantinopla». Algunos historiadores suponen que las iglesias dedicadas a Santa Elena en Gales, Cornwall y Devon, derivan su nombre de Elena Luyddog. Otra tradición afirma que santa Elena nació en Tréveris, ciudad que pertenecía también a los dominios de Magno Clemente Máximo.

Constancio Cloro vivió todavía catorce años después de repudiar a santa Elena. A su muerte, ocurrida el año 306, sus tropas, que se hallaban entonces estacionadas en York, proclamaron césar a su hijo Constantino; dieciocho meses más tarde, Constantino fue proclamado emperador. El joven entró a Roma el 28 de octubre de 312, después de la batalla del Puente Milvio. A principios del año siguiente, publicó el Edicto de Milán, por el que toleraba el cristianismo en todo el Imperio. Según se deduce del testimonio de Eusebio, santa Elena se convirtió por entonces al cristianismo, cuando tenía ya cerca de sesenta años, en tanto que Constantino seguiría siendo catecúmeno hasta la hora de su muerte: «Bajo la influencia de su hijo, Elena llegó a ser una cristiana tan fervorosa como si desde la infancia hubiese sido discípula del Salvador». Así pues, aunque conoció a Cristo a una edad tan avanzada, la santa compensó con su fervor y celo su larga temporada de ignorancia y Dios quiso conservarle la vida muchos años para que, con su ejemplo, edificase a la Iglesia que Constantino se esforzaba por exaltar con su autoridad. Rufino califica de incomparables la fe y el celo de la santa, la cual supo comunicar su fervor a los ciudadanos de Roma. Elena asistía a los divinos oficios en las iglesias, vestida con gran sencillez, y ello constituía su mayor placer. Además, empleaba los recursos del Imperio en limosnas generosísimas y era la madre de los indigentes y de los desamparados. Las iglesias que construyó fueron muy numerosas. Cuando Constantino se convirtió en el amo de Oriente, después de su victoria sobre Licinio, en 324, santa Elena fue a Palestina a visitar los lugares que el Señor había santificado con su presencia corporal.

Constantino mandó arrasar la explanada y el templo de Venus que el emperador Adriano había mandado construir sobre el Gólgota y el Santo Sepulcro, respectivamente, y escribió al obispo de Jerusalén, san Macario, para que erigiese una iglesia «digna del sitio más extraordinario del mundo». Santa Elena, que era ya casi octogenaria, se encargó de supervisar la construcción, movida por el deseo de descubrir la cruz en que había muerto el Redentor. Eusebio dice que el motivo del viaje de santa Elena a Jerusalén, fue simplemente agradecer a Dios los favores que había derramado sobre su familia y encomendarse a su protección; pero otros escritores lo atribuyen a ciertas visiones que la santa había tenido en sueños, y san Paulino de Nola afirma que uno de los objetivos de la peregrinación era, precisamente, descubrir los Santos Lugares. En su carta al obispo de Jerusalén, Constantino le mandaba expresamente que hiciese excavaciones en el Calvario para descubrir la cruz del Señor. Hay algunos documentos que relacionan el nombre de santa Elena con el descubrimiento de la Santa Cruz. El primero de esos documentos es un sermón que predicó San Ambrosio el año 395, en el que dice que, cuando la santa descubrió la cruz, «no adoró al madero sino al rey que había muerto en él, llena de un ardiente deseo de tocar la garantía de nuestra inmortalidad». Varios otros escritores de la misma época afirman que santa Elena desempeñó un papel importante en el descubrimiento de la cruz; pero es necesario advertir que San Jerónimo vivía en Belén y no dice una palabra sobre ello (ver más detalles en el artículo dedicado a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz).

Como quiera que haya sido, santa Elena pasó, ciertamente, sus últimos años en Palestina. Eusebio dice: «Elena iba constantemente a la iglesia, vestida con gran modestia y se colocaba con las otras mujeres. También adornó con ricas decoraciones las iglesias, sin olvidar las capillitas de los pueblos de menor importancia». El mismo autor recuerda que la santa construyó la basílica «Eleona» en el Monte de los Olivos y otra basílica en Belén. Era bondadosa y caritativa con todos, especialmente con las personas devotas, a las que servia respetuosamente a la mesa y les ofrecía agua para el lavamanos. «Aunque era emperatriz del mundo y dueña del Imperio, se consideraba como sierva de los siervos de Dios». Durante sus viajes por el Oriente, santa Elena prodigaba toda clase de favores a las ciudades y a sus habitantes, sobre todo a los soldados, a los pobres y a los que estaban condenados a trabajar en las minas; libró de la opresión y de las cadenas a muchos miserables y devolvió a su patria a muchos desterrados.

El año 330, el emperador Constantino mandó acuñar las últimas monedas con la efigie de Flavia Julia Elena, lo cual nos lleva a suponer que la santa murió en ese año. Probablemente la muerte la sobrecogió en el Oriente, pero su cuerpo fue trasladado a Roma. El Martirologio Romano conmemora a santa Elena el 18 de agosto. En el Oriente se celebra su fiesta el 21 de mayo, junto con la de su hijo Constantino, cuya santidad es más que dudosa. Los bizantinos llaman a santa Elena y a Constantino «los santos, ilustres y grandes emperadores, coronados por Dios e iguales a los Apóstoles».

La principal fuente de información sobre santa Elena es la biografía de Constantino escrita por Eusebio (Vita Constantini), cuyos principales pasajes pueden verse en Acta Sanctorum, agosto, vol. III. Ver también M. Guidi, Un Bios di Constantino (1908). J. Maurice publicó una interesante obrita sobre santa Elena en la colección L´Art et les Saints (1929).

ELTESTIGOFIEL.ORG

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

jueves, 15 de agosto de 2024

La Asunción de nuestra Santa Madre María ...

 

La Asunción de la Virgen María a través de los ojos de Ana Catalina Emmerick

EJÉRCITO REMANENTE..

Hoy celebramos la fiesta de la Asunción de la Virgen María, dogma de fe promulgado por el Papa Pío XII en el año 1950 (Constitución Munificentissimus Deus).

 Si bien su promulgación puede resultar reciente, esta tradición data desde las primeras comunidades cristianas, escritos, documentos y tradiciones orales sirvieron como fundamento para establecer la fecha de esta celebración desde el siglo IV.

La Asunción de la Virgen María lleva consigo una importancia enorme para todos los creyentes ya que en este acontecimiento se cumplen las promesas de Cristo en cuanto a la participación que tendremos en cuerpo y alma de la Gloria de Dios en el final de los tiempos. Ella es pues un adelanto de la resurrección de los demás miembros del pueblo de Dios.

Hoy con motivo de esta fiesta hemos querido traerles un hermoso relato de las visiones de santa Ana Catalina de Emmerick, sabes que fue a causa de una de sus visiones que se encontró la casa que se le atribuye a María, lugar en que pasó sus últimos años en la tierra.

Sabemos que las visiones de los místicos no tienen manera de comprobarse, y sin embargo también son fuente o recurso de fe para los cristianos. El relato a continuación es muy conmovedor. Que nuestra Madre Santísima nos fortalezca, nos llene de ese amor ardoroso por su Hijo para que vivamos por el mundo llevando su Palabra y esperando con ayuda de la gracia el encuentro en la eternidad.

La Asunción de María – visiones de Ana Catalina Emmerick

«Después de la muerte, Resurrección y Ascensión de Nuestro Señor, María vivió algunos años en Jerusalén, tres en Betania y nueve en Éfeso. En esta última ciudad, la Virgen habitaba sola y con una mujer más joven que la servía y que iba a buscar los escasos alimentos que necesitaban.

Vivían en el silencio y en una paz profunda. No había hombres en la casa y a veces algún discípulo que andaba de viaje, venía a visitarla. Vi entrar y salir frecuentemente a un hombre, que siempre he creído que era San Juan; mas ni en Jerusalén ni en Éfeso demoraba mucho en la vecindad; iba y venía.

La Sma. Virgen se hallaba más silenciosa y ensimismada en los últimos años de su vida. Ya casi no tomaba alimento, parecía que solo su cuerpo estaba en la Tierra y que su espíritu se hallaba en otra parte. Desde la Ascensión de Jesús todo su ser expresaba un anhelo siempre creciente y que la consumía más y más.

En cierta ocasión Juan y la Virgen se retiraron al oratorio, esta tiró un cordón y el Tabernáculo giró y se mostró la Cruz. Después de haber orado los dos cierto tiempo de rodillas, Juan se levantó, extrajo de su pecho una caja de metal, la abrió por un lado, tomó un envoltorio de lana finísima sin teñir y de éste un lienzo blanco doblado y sacó el Santísimo Sacramento en forma de una partícula blanca cuadrada. Enseguida pronunció ciertas palabras en tono grave y solemne, entonces dio la Eucaristía a la Santa Virgen.

A alguna distancia detrás de la casa, en el camino que lleva a la cumbre de la montaña, la Santa Virgen había dispuesto una especie de Camino de la Cruz o Vía Crucis. Cuando habitaba en Jerusalén, jamás había cesado de andar la Vía Dolorosa y de regar con sus lágrimas los sitios donde Él había sufrido. Tenía medido paso por paso todos los intervalos y su amor se alimentaba con la contemplación incesante de aquella marcha tan penosa.

María, La Asunción de la Virgen María a través de los ojos de Ana Catalina Emmerick

Poco tiempo después de llegar a Éfeso la vi a entregarse diariamente a meditar la Pasión, siguiendo el camino que iba a la cúspide de la montaña. Al principio hacía sola esta marcha y según el número de pasos tantas veces contados por Ella, medía las distancias entre los diversos lugares en que se había verificado algún especial incidente de la Pasión del Salvador.

En cada uno de los sitios, erigía una piedra o si se encontraba allí un árbol, hacía en él una señal. El camino conducía a un bosque donde un montecillo representaba el Calvario, lugar del sacrificio y una pequeña gruta el Santo Sepulcro.

Cuando María hubo dividido en doce estaciones el Camino de la Cruz, lo recorrió con su sirvienta sumida en contemplación. Separaba en cada lugar que recordaba un episodio de la Pasión, meditaba sobre él, daba gracias al Señor por su amor y la Virgen derramaba lágrimas de compasión.

Después de tres años de residencia en Éfeso, María tuvo gran deseo de volver a Jerusalén. La acompañaron Juan y Pedro y creo que muchos apóstoles se hallaban allí reunidos. A la llegada de María y de los apóstoles en Jerusalén, los vi que antes de entrar en la ciudad, visitaron el Huerto de los Olivos, el Monte Calvario, el Santo Sepulcro y todos los Santos Lugares en torno a Jerusalén.

La madre de Dios se hallaba tan enternecida y llena de compasión, que apenas podía ponerse de pié, Juan y Pedro la conducían sosteniéndola de los brazos. Pasado algún tiempo, María regresó a su morada de Éfeso en compañía de San Juan.

A pesar de su avanzada edad, la Santa Virgen no manifestaba otras señales de vejez que la expresión del ardiente deseo que la consumía y la impulsaba en cierto modo a su transfiguración. Tenía una gravedad inefable, jamás la vi reírse, únicamente sonreírse con cierto aire arrebatador. Mientras más avanzada en años, su rostro se ponía más blanco y diáfano. Estaba flaca pero sin arrugas, ni otro signo de decrepitud, había llegado a ser un puro Espíritu.

María, La Asunción de la Virgen María a través de los ojos de Ana Catalina Emmerick

Por último llegó para la Madre de Jesús, la hora de abandonar este mundo y unirse a su Divino Hijo. En su alcoba encortinada de blanco, la vi tendida sobre una cama baja y estrecha. Su cabeza reposaba sobre un cojín redondo. Se hallaba pálida y devorada por un deseo vehemente. Un largo lienzo cubría su cabeza y todo su cuerpo, y encima había un cobertor de lana obscura.

Pasado algún tiempo, vi también mucha tristeza e inquietud en casa de la Santa Virgen. La sirvienta estaba en extremo afligida, se arrodillaba con frecuencia en diversos lugares de la casa y oraba con los brazos extendidos y sus ojos inundados de lágrimas.

La Santa Virgen reposaba tranquila en su camastro, parecía ya llegado el momento de su muerte. Estaba envuelta en un vestido de noche y su velo se hallaba recogido en cuadro sobre su frente, solo lo bajaba sobre su rostro cuando hablaba con los hombres. Nada le vi tomar en los últimos días, sino de tiempo en tiempo una cucharada de un jugo que la sirvienta exprimía de ciertas frutas amarillas dispuestas en racimos.

Cuando la Virgen conoció que se acercaba la hora, quiso conforme a la Voluntad de Dios, bendecir a los que se hallaban presentes y despedirse de ellos. Su dormitorio estaba descubierto y Ella se sentó en la cama, su rostro se mostraba blanco, resplandeciente y como enteramente iluminado.

Todos los amigos asistentes se hallaban en la parte anterior de la sala. Primero entraron los Apóstoles, se aproximaron uno en pos del otro al dormitorio de María y se arrodillaron junto a su cama. Ella bendijo a cada uno de ellos, cruzando las manos sobre sus cabezas y tocándoles ligeramente las frentes.

A todos habló e hizo cuanto Jesús le hubo ordenado. Ella habló a Juan de las disposiciones que debería de tomar para su sepultura, y le encargó que diese sus vestidos a su sirvienta y a otra mujer pobre que solía venir a servirla. Tras de los Apóstoles, se acercaron los discípulos al lecho de María y recibieron de esta su bendición, lo mismo hicieron las mujeres. Vi que una de ellas se inclinó sobre María y que la Virgen la abrazó.

María, La Asunción de la Virgen María a través de los ojos de Ana Catalina Emmerick

Los Apóstoles habían formado un altar en el Oratorio que estaba cerca del lecho de Santa Virgen. La sirvienta había traído una mesa cubierta de blanco y de rojo, sobre la cual brillaban lámparas y cirios encendidos. María, pálida y silenciosa, miraba fijamente el cielo, a nadie hablaba y parecía arrobada en éxtasis.

Estaba iluminada por el deseo, yo también me sentí impelida de aquel anhelo que la sacaba de sí. ¡Ah! Mi corazón quería volar a Dios juntamente con el de Ella. Pedro se acercó a Ella y le administró la Extremaunción, poco más o menos como se hace en el presente, enseguida le presentó el Santísimo Sacramento.

La Madre de Dios se enderezó para recibirlo y después cayó sobre su almohada. Los Apóstoles oraron por algún tiempo, María se volvió a enderezar y recibió la sangre del Cáliz que le presentó Juan. En el momento en que la Virgen recibió la Sagrada Eucaristía, vi que una luz resplandeciente entraba en Ella y que la sumergía en éxtasis profundo. El rostro de María estaba fresco y risueño como en su edad florida. Sus ojos llenos de alegría miraban al cielo.

Entonces vi un cuadro conmovedor; el techo de la alcoba de María había desaparecido y a través del cielo abierto, vi la Jerusalén Celestial. De allí bajaban dos nubes brillantes en la que se veían innumerables ángeles, entre los cuales llegaban hasta la Sma. Virgen una vía luminosa.

La Santa Virgen extendió los brazos hacia ella con un deseo inmenso, y su cuerpo elevado en el aire, se mecía sobre la cama de manera que se divisaba espacio entre el cuerpo y el lecho. Desde María vi algo como una montaña esplendorosa elevarse hasta la Jerusalén Celestial.

Creo que era su alma porque vi más claro entonces una figura brillante infinitamente pura que salía de su cuerpo y se elevaba por la Vía Luminosa que iba hasta el Cielo. Los dos coros de ángeles que estaban en las nubes, se reunieron más abajo de su alma y la separaron de su cuerpo, el cual en el momento de la separación, cayó sobre la cama con los brazos cruzados sobre el pecho.

María, La Asunción de la Virgen María a través de los ojos de Ana Catalina Emmerick

Mis abiertos ojos que seguían el alma purísima e inmaculada de María, la vieron entrar en la Jerusalén Celestial y llegar al Trono de la Santísima Trinidad. Vi un gran número de almas entre las cuales reconocí a los Santos Joaquín y Ana, José, Isabel, Zacarías y Juan Bautista venir al encuentro de María con un júbilo respetuoso.

Ella tomó su vuelo a través de ellos hasta el Trono de Dios y de su Hijo, quien haciendo brillar sobre todo lo demás la luz que salía de sus llagas, la recibió con un amor todo Divino, la presentó como un cetro y le mostró la Tierra bajo sus pies como si confiriese sobre Ella algún Poder Celestial. Así la vi entrar en la Gloria y olvidé todo lo que pasaba en torno de María sobre la Tierra.

Después de esta visión, cuando miré otra vez a la Tierra, vi resplandeciente el cuerpo de la Sma. Virgen. Reposaba sobre el lecho, con el rostro luminoso, los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre su pecho. Los Apóstoles, discípulos y santas mujeres, estaban arrodillados y oraban en derredor del cuerpo.

Después vi que las santas mujeres extendieron un lienzo sobre el Santo Cuerpo y los Apóstoles con los discípulos se retiraron en la parte anterior de la casa. Las mujeres se cubrieron con sus vestidos y sus velos, se sentaron en el suelo y ya arrodilladas o sentadas, cantaban fúnebres lamentaciones. Los Apóstoles y los discípulos se taparon la cabeza con la banda de tela que llevaban alrededor del cuello y celebraron un oficio funerario. Dos de ellos oraban siempre alternativamente a la cabeza y a los pies del Santo Cuerpo.

Luego las mujeres quitaron de la cama el Santo Cuerpo con todos sus vestidos y lo pusieron en una larga canasta llena de gruesas coberturas y de esteras, de suerte que estaba como levantado sobre la canasta. Entonces dos de ellas pusieron un gran paño extendido sobre el cuerpo y otras dos la desnudaron bajo el lienzo, dejándole solo su larga túnica de lana.

Cortaron también los bellos bucles de los cabellos de la Santa Virgen y los conservaron como recuerdo. Enseguida el Santo Cuerpo fue revestido de un nuevo ropaje abierto y después por medio de lienzos puestos debajo, fue depositado respetuosamente sobre una mesa y sobre la cual se habían colocado ya los paños mortuorios y las bandas que se debían de usar.

Envolvieron entonces el Santo Cuerpo con los lienzos desde los tobillos hasta el pecho y lo apretaron fuertemente con las fajas. La cabeza, las manos y los pies, no fueron envueltos de esa manera. Enseguida depositaron el Cuerpo Santo en el ataúd y lo colocaron sobre el pecho una Corona de flores blancas, encarnadas y celestes como emblema de su Virginidad.

María, La Asunción de la Virgen María a través de los ojos de Ana Catalina Emmerick

Entonces los Apóstoles, los discípulos y todos los asistentes, entraron para ver otra vez antes de ser cubierto el Santo Rostro que les era tan amado. Se arrodillaron y lloraron alrededor del Santo Cuerpo, todos tocaron las manos atadas de Nuestra Madre María como para despedirse y se retiraron.

Las mujeres le dieron también los últimos adioses, le cubrieron el rostro, pusieron la tapa en el ataúd y le clavaron fajas de tela gris en el centro y en las extremidades. Enseguida colocaron el ataúd en unas andas, Pedro y Juan lo condujeron en hombros fuera de la casa.

Creo que se relevaban sucesivamente, porque más tarde vi que el féretro era llevado por seis Apóstoles. Llegados a la sepultura, pusieron el Santo Cuerpo en tierra y cuatro de ellos, lo llevaron a la caverna y lo depositaron en la excavación que debía de servirle de lecho sepulcral. Todos los asistentes entraron allí uno por uno, esparcieron aromas y flores en contorno, se arrodillaron orando y vertiendo lágrimas y luego se retiraron.

Por la noche muchos Apóstoles y santas mujeres, oraban y cantaban cánticos en el jardincito delante de la tumba. Entonces me fue mostrado un cuadro maravillosamente conmovedor: Vi que una muy ancha vía luminosa bajaba del cielo hacia el sepulcro y que allí se movía un resplandor formado de tres esferas llenas de ángeles y de almas bienaventuradas que rodeaban a Nuestro Señor y el Alma resplandeciente de María.

La figura de Jesucristo con sus rayos que salían de sus cicatrices, ondeaban delante de la Virgen. En torno del alma de María, vi en la esfera interior, pequeñas figuras de niños, en la segunda, había niños como de seis años y en la tercera exterior, adolescentes o jóvenes. No vi distintamente más que sus rostros; todo lo demás se me presentó como figuras luminosas resplandecientes.

María, La Asunción de la Virgen María a través de los ojos de Ana Catalina Emmerick

Cuando esta visión que se me hacía cada vez más y más distinta hubo llegado a la tumba, vi una vía luminosa que se extendía desde allí hasta la Jerusalén Celestial. Entonces el alma de la Santísima Virgen que seguía a Jesús, descendió a la tumba a través de la roca y luego uniéndose a su Cuerpo que se había transfigurado, clara y brillante se elevó María acompañado de su Divino Hijo y el coro de los Espíritus Bienaventurados hacia la Celestial Jerusalén. Toda esa luz se perdió allí, ya no vi sobre la Tierra más que la bóveda silenciosa del estrellado cielo.

Como Santo Tomás no llegó a tiempo a despedirse de la Madre y tampoco pudo asistir al Santo Entierro; él tenía en su mente y corazón, llegar a tiempo. Pero al enterarse del desenlace por medio de los demás Apóstoles, se puso triste y lloroso y se lamentaba no haber llegado a tiempo.

Él, interiormente tenía el deseo vehemente de verla por última vez y así se los hizo saber a los demás. Ya habían pasado varios días de lo del entierro; todos querían volver al Sepulcro y acceder a la petición de Tomás. Tomaron una resolución y al día siguiente muy de mañana, emprendieron el camino al Sepulcro de Nuestra Santa Madre.

Estando enfrente del Sepulcro, quitaron la piedra-sello de la entrada y ¡Oh! Maravilla de Maravillas, de la bóveda salía un suave aroma de perfume de rosas frescas. Todos al sentir ese perfume, se sintieron conmovidos y perplejos; se miraron unos a otros preguntándose en silencio, con la mirada y con señas en las manos: «¿Entramos?» y aún mirándose entre ellos, todos asintieron con la cabeza y traspasando la bóveda.

Entraron al Santo Sepulcro hacia el sitio donde depositaron el ataúd que contenía el Cuerpo Santísimo de la Virgen María y más enorme fue la emoción y sorpresa entre ellos al ver que en el sitio solo habían rosas frescas, fragantes y olorosas. Significaban que el Señor había venido a buscar a su Santísima Madre para llevarla a su Gloria Celestial y Su Cuerpo no sufra la corrupción».

La Asunción de la Virgen María a través de los ojos de Ana Catalina Emmerick