viernes, 26 de noviembre de 2021

La Castidad....

 

Los innumerables frutos de la castidad

La castidad vivida en el propio estado, en la especial vocación recibida de Dios, es una de las mayores riquezas de la Iglesia ante el mundo; nace del amor y al amor se ordena. Es un signo de Dios en la tierra. La continencia por el reino de los Cielos «lleva sobre todo la impronta de la semejanza con Cristo, que, en la obra de la redención, hizo Él mismo esta opción por el reino de los Cielos». Los Apóstoles, apartándose de la tradición de la Antigua Alianza donde la fecundidad procreadora era considerada como una bendición, siguieron el ejemplo de Cristo, convencidos de que así le seguían más de cerca y se disponían mejor para llevar a cabo la misión apostólica recibida. Poco a poco fueron comprendiendo –nos recuerda Juan Pablo II– cómo de esa continencia se origina una particular «fecundidad espiritual y sobrenatural del hombre que proviene del Espíritu Santo».

Quizá en el momento actual a muchos les puede resultar incomprensible la castidad, y mucho más el celibato apostólico y la virginidad vividas en medio del mundo. También los primeros cristianos tuvieron que enfrentarse a un ambiente hostil a esta virtud. Por eso, parte importante del apostolado que hemos de llevar a cabo es el de valorar la castidad y el cortejo de virtudes que la acompañan: hacerla atractiva con un comportamiento ejemplar, y dar la doctrina de siempre de la Iglesia sobre esta materia que abre las puertas a la amistad con Dios. Hemos de cuidar, por ejemplo, los detalles de pudor y de modestia en el vestir, en el aseo, en el deporte; la negativa tajante a participar en conversaciones que desdicen de un cristiano; el rechazo de espectáculos inmorales...; y sobre todo hemos de dar el ejemplo alegre de la propia vida. 

Con nuestra conversación hemos de poner de manifiesto, descaradamente cuando sea necesario, la belleza de esta virtud y los innumerables frutos que de ella se derivan: la mayor capacidad de amar, la generosidad, la alegría, la finura de alma... Hemos de proclamar a los cuatro vientos que esta virtud es posible siempre si se ponen los medios que Nuestra Madre la Iglesia ha recomendado durante siglos: el recogimiento de los sentidos, la prudencia atenta para evitar las ocasiones, la guarda del pudor, la moderación en las diversiones, la templanza, el recurso frecuente a la oración, a los sacramentos y a la penitencia, la recepción frecuente de la Sagrada Eucaristía, la sinceridad... y, sobre todo, un gran amor a la Virgen Santísima. Nunca seremos tentados por encima de nuestras fuerzas.

Al terminar nuestra oración acudimos a Santa María, Mater pulchrae dilectionis, Madre del amor hermoso, que nos ayudará siempre a sacar un amor más firme aun de las mayores tentaciones.