lunes, 29 de marzo de 2010

Sermon del Domingo de Ramos por El Padre Castellani

En el Domingo de Ramos se lee durante la misa la Pasión según San Mateo; y en el curso de la Semana Santa se leen las otras tres “Pasiones” –la de San Juan, se canta. La Iglesia quisiera que toda esta Semana se recordara de continuo y meditara la Pasión de Cristo. Pero para poder hacer eso, hay que ser fraile.
La Iglesia quisiera que se meditara la Pasión de Cristo toda la vida; que eso significan los Crucifijos; y los “Calvarios” que se yerguen sobre todas las montañas y lomas en los países católico-germanos de Europa; meditación a la que no puede agotar ninguna vida de hombre. La actual devoción al “Corazón de Jesús” significa lo mismo: es la Pasión de Cristo contemplada en el interior, es decir, en sus afectos, que fueron infiernados; y en su causa, que fue el Amor –el amor no correspondido. Es decir, los dolores del alma. San Juan es el “scriba ánimæ Christi”, el notario del corazón de Jesús.

Haremos dos comentarios de la pasión y muerte de Cristo: uno sobre los dolores de su alma (sobre lo cual escribió un sermón inmortal E. Newman) y otro sobre la legalidad de la muerte de Cristo. Hoy día, después del historiador Gibbons, muchos escritores impíos sostienen que la muerte de Cristo “fue legal”.
Los dolores físicos de Cristo fueron extremos: una verdadera tempestad de horrores. Un día de intenso trabajo, el rito de la Pascua, el largo y emotivo Sermón-Testamento después del lavatorio de los pies pedían una noche de sueño: siguió la larga subida al Olivar desde la otra punta de la ciudad, rodeando el Templo: la bajada al Cedrón y la subida a Getseemáni, la doble oración del Huerto en la cual sudó sangre; y el apresamiento lleno de brutalidades; que no otra cosa significan el machetazo de Pedro a Malco y la huida despavorida de los Apóstoles. Después siguió la parada ante el Sanedrín y la bofetada; y las inmundas vejaciones, ultrajes y golpes en la galería de la Curia Sinagogal. Al amanecer Cristo tenía que estar desmayado o muerto; y entonces comienza la real pasión: le quedaba todavía doce horas de torturas sobrehumanas, a saber, los paseos horribles por toda la ciudad, los azotes a la columna (que ellos solos producían la muerte en muchos casos), la coronación de espinas, el acarreo de la cruz, el enclavamiento y las tres horas de espantosa agonía. Hasta la última gota de sangre. Despacio, diabólicamente graduado.
Los dolores de un hombre son una función de su sensibilidad; los dolores físicos al fin y al cabo desembocan en la conciencia, la cual les da su tercera dimensión: por eso un dolor físico cualquiera es infinitamente mayor en un hombre que en un animal. Y por eso la pasión física de Cristo, aunque la suma de las torturas no hubiese sido casi infinita, hubiese sido a causa de su exquisita sensitividad casi infinita; porque Cristo representa con respecto a nosotros algo como nosotros con respecto a un animal. Cristo tenía una “cuarta” dimensión.

Hay hombres que han sufrido horrores en su vida estando casi incólumes exteriormente: a causa de su sensitividad. El filósofo Kirkegor por ejemplo: yo no he vacilado en estampar hace poco a su propósito la frase sagrada: “enclavaron sus manos y sus pies y contaron todos sus huesos”. Y sin embargo Kirkegor físicamente no sufrió mucho: tenía una pequeña renta para vivir, no tuvo enfermedades agudas, su “would-be” suegro lo amenazó una vez con un puñetazo pero no se lo dio, su gigantesco trabajo de escritor (que en 8 ó 10 años produjo una obra que en la actual edición alemana tiene 52 tomos) estaba compensado por el gozo de la creación de obras geniales… Pero Kirkegor era un melancólico, tenía los nervios de un gran artista; y lastimados encima. La lectura de su “Diario” lo pone poco a poco a uno delante de los dolores de Job; y uno se queda pasmado delante de un verdadero abismo de paciencia. Fue ciertamente un “crucificado”.
La pasión del Cristo se abre y se cierra con dos frases de dimensión infinita, que indican los dolores del alma de Jesús, que sólo Él podía conocer. Al comenzar dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte”; y al terminarla dijo: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Estas palabras responden al grito que puso en sus labios el profeta: “Todos los que pasáis por el camino, atended y mirad si hay dolor comparable a mi dolor”.
Estas palabras designan un dolor abismal, casi infinito: la Muerte y el Infierno, que son los dos males supremos, hijos del Pecado. Porque el sentirse real y verdaderamente abandonado por Dios, eso es el infierno. Y Cristo no exageraba ni mentía.
La primera sangre que derramó Cristo no se la arrancaron los azotes: se la arrancó la tristeza. “Empezó a entristecerse y a atediarse y aterrorizarse” –anota el Evangelista. Vieron visiblemente los Apóstoles en el gesto de Cristo esos tres monstruos –Tristeza, Tedio y Terror– que cayeron sobre Él al ingresar en el Oliveto; y la respuesta del Maestro a su muda o hablada interrogación fue descubrirles su alma “triste hasta la muerte”. La aprensión imaginativa de un gran peligro o un gran dolor –y más de un dolor irremediable– suele atormentar a veces más aún que el mismo hecho: a muchos los ha llevado a la desesperación y al suicidio. Esa es la condición del hombre; pero esa condición, que nos ha sido dada para que luchemos y evitemos la catástrofe, a Cristo le fue dada para mayor tormento. “Y era su sudor como sudor de sangre que corría hasta la tierra” –empapadas las vestiduras por lo tanto. Púrpura real. “¿Quién es éste que viene desde Esrom, enrojecidas sus vestiduras como vestiduras de rey?”.

La tristeza de Cristo tenía tres raíces: 1ª) el Universal Pecado que había asumido como Cordero Sacrificial pesando asquerosamente sobre su conciencia santísima; 2ª) la previsión de todos los horrores próximos con la violenta y frustrada voluntad de rehuirlos y evitarlos; 3ª) la visión clarísima de la ingratitud de la humanidad. Quae utílitas in sánguine meo? ¿Para qué ha servido mi sangre? ¡Judas!
De nosotros depende que haya servido o no. Podemos consolar el corazón de Dios.
“Comenzó a entristecerse…”. Esa tristeza fue aumentando hasta el final, hasta llegar al grito de los condenados. Los Apóstoles no vieron más que la entrada al abismo. Más allá ningún hombre puede seguir al Hombre-Dios.
Es cuestión de recordar la frase ingenua y temeraria del paisano: “Si esto que dicen los curas es verdá, y todo eso fue por mí, yo tengo que hacer alguna cosa muy brava por vos”.
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El 2º comentario al “Passio” de San Mateo que habíamos prometido versa sobre la legalidad de la muerte de Cristo.

Hace tiempo leímos en un diario yanqui una noticia curiosa: que los israelitas de Nueva York querían hacer una revisión jurídica del proceso a Cristo; es decir, reunir otra vez el Sinedrio, rever testimonios y pruebas, y dictar sentencia definitiva. No sé si se hizo. Lo curioso sería que lo hubiesen hecho y hubiesen condenado de nuevo a muerte al Nazareno ese, que tanto ha dado que hacer. La verdad es que en todo rigor debían hacer eso; porque si llegaran a absolverlo, tenían que volverse todos cristianos; o mejor dicho, ya lo serían 1.
Pero si lo han hecho, lo probable es que la sentencia no ha sido ni “guilty”, ni “non guilty”; sino una sentencia de “not proven” o “out of legality”: nulo por irregularidad de forma jurídica. El proceso de Cristo ha sido altamente ilegal.
El P. Luis De La Palma S. J. en su clásica obra “Historia de la Pasión” ha reseñado en una página maestra las ilegalidades de ese rabioso proceso, que fue una monstruosidad jurídica. El Sinedrio o Tribunal Supremo se reunió en el tiempo pascual, cosa que les estaba vedada; se produjeron testigos falsos y contradictorios; no hubo testigos de descargo; no se dio al reo un defensor; al responder a una pregunta del juez, el acusado fue abofeteado; se tomó una respuesta del reo como prueba y el juez se convirtió en fiscal; la respuesta del Sinedrio no se dio por votación; se celebraron dos sesiones en el mismo día, sin la interrupción legal mandada entre la audición y la sentencia; el sentenciado fue deferido a la Autoridad Romana, que ellos no reconocían como legítima y que (como les advirtió el mismo Pilatos) no entendía jurisdiccionalmente de delitos religiosos; la acusación promovida en el Pretorio (“éste, se ha hecho Dios y por eso debe morir”) no era delito en ese Tribunal; el reo fue tundido a azotes, que era el comienzo de la crucifixión, antes de la sentencia prolata; el delito de conspiración contra el César, que promovieron después, no era pasible de crucifixión, ni siquiera de muerte, como lo era la sedición a mano armada y la traición al ejército imperial, cosas que manifiestamente no hizo Cristo; y finalmente dejando otras dos irregularidades menores, el pazguato de Pilato no profirió la sentencia oficial: “Ibis ad crucem”, sino que dijo malhumorado: “Agárrenlo ustedes y hagan lo que quieran”, cosa que un juez no puede hacer, porque es abdicar su oficio; después de haber hecho la fantochada de lavarse las manos con lo que creyó quedar bien con Dios, con los judíos y con su mujer; y después de haber proclamado públicamente la inocencia del acusado: “Non invenio in eo culpam” –no encuentro culpa en él–, lo mandó al patíbulo.

No sé si olvido alguna porque cito de memoria; pero con la mitad de estas irregularidades el proceso es archinulo; y el juez tenía el deber estrictísimo de absolver al acusado; hacer administrar “cuarenta menos uno” a Caifas por los malos tratamientos que había permitido infligirle; y hacer barrer a golpe de lictor a la turba con Barrabás y todo, que al pie de la escala de mármol (no querían pisar el pretorio para no mancharse y poder comer la pascua, los angelitos), bramaban como leones y toros (“toros bravos me han cercado, líbrame de la boca del león” –dijo el Profeta), y atropellaban el decoro del Procónsul con amenazas absurdas. Lo único que hay que anotarle al pollerudo de Pilatos es que no recibió ninguna “coima” (no se acordó) cosa que no se puede decir de todos los jueces cristianos.
Pero donde se equivoca La Palma es en enrostrar a los fariseos todas estas fallas del “procedimiento”; en este caso no tienen importancia maldita 2. Si Cristo no era lo que Él decía, había que darle muerte por encima de todo procedimiento; y eso en virtud del sentimiento religioso. Era un blasfemo; y por cierto, el blasfemo más extraordinario que ha existido. Por eso, ellos no tuvieron reparos en des-responsablar a Pilatos: “que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Esto era un juramento tremendo, que los latinos llamaban “exsecración”. En eso se sentían seguros: “creían (perversamente) hacer un obsequio a Dios”. Si el Nazareno no era Dios; ni el pastor Eróstrato que incendió el templo de Diana de Efeso, ni Calígula que violó una Vestal, ni Enrique II que hizo matar a Santo Tomás-Beckett en su catedral y durante su misa, han hecho una blasfemia y un sacrilegio comparable: “Reo es de muerte; nosotros sabemos que es reo de muerte; poco importa lo que le digamos a este romanacho incircunciso…”. Si la acusa de conspiración contra el César, y la subsiguiente amenaza no hubiesen surtido el apetecido efecto, poco les hubiera importado acusar a Cristo de haber pagado tres asesinos para matar a Pilatos, su mujer y su hijo. (Pilatos no tuvo hijos en vida; aunque después de muerto ha tenido muchos hijos adoptivos).
Pero la cuestión en causa no era la sedición contra el César (que ellos deseaban con toda el alma, los hipócritas) ni si Cristo había dicho que iba destruir el Templo y reedificarlo en tres días (que ellos sabían no había dicho) ni nada por el estilo. La cuestión real era: ¿Cristo es lo que Él dijo o no? Esta es la cuestión más tremenda que se ha puesto en la historia de la humanidad: cuestión de vida o muerte.
Todavía se pone, se pone continuamente; y la prueba son los honestos judíos de Nueva York. El proceso de Cristo se reproduce continuamente en el alma de cada hombre: Cristo es acusado, da testimonio de sí, deponen contra él falsos testigos, malos sacerdotes lo juzgan y condenan, Judas lo besa, inmundos herodes se burlan de él, y muchos pilatillos lo crucificamos. Es la cuestión de un simplicísimo si o no que se produce en lo más profundo del alma: “Sí, es Dios. No, no es mi Dios”. Si no es mi Dios, es reo de muerte… ¡Que desaparezca, que sea crucificado, que sea sepultado y sellado su cadáver y que no sepa más de él ni de su memoria!… Tremendo pensamiento.
Los cristianos creemos que la dispersión secular del pueblo judío (que ahora se está por terminar) es la respuesta a aquella “exsecración” de los fariseos: “caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. ¿Por qué sobre nuestros hijos? ¿No es injusto eso? Aquí hay un misterio. En realidad, todo judío que por su culpa no se vuelve cristiano, da su aquiescencia a la condenación de Cristo; porque ellos tienen en sus manos las Escrituras con todas las profecías (la pieza maestra del proceso, el testigo que no se llamó) y nadie tan bien como ellos puede entender de esta causa. Decir esto parece duro y tremendo; y en realidad lo es. Pero la cuestión es esta: o fue Dios o no fue Dios y no hay evasiva ni respuesta intermedia posible. O blasfemo, o mi Creador y Señor.
Dejemos en paz a los judíos si no es para rogar por ellos, como ruega la Iglesia el Viernes Santo: demasiado han sufrido. Lo malo es la segunda crucifixión de Cristo (“rursum crucifigentes Filium Dei”) que hacemos los cristianos. En mi propia vida tengo bastante que considerar; pero eso no es para contarlo aquí. Pero en la vida pública de las naciones llamadas cristianas, desde la Reforma acá, un largo e infausto Vía Crucis ejecuta al Cuerpo Místico de Cristo. Los caifas, los judas, los pedros, los herodes, los pilatos se multiplican; y todos los gestos de aquella nefasta hazaña se reproducen simbólicamente: se lo niega, se lo calumnia, se lo impreca, se lo azota y se lo crucifica. Y se lo sepulta.
Las naciones parecen en camino de crucificar nuevamente a Cristo; y de gritar al cielo: “que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”.
«Hasta el cielo en dolor anegado
Llega el grito de un ruego execrable
Cubre el ángel su rostro espantado
Dice Dios: “Yo lo voy a cumplir”
Y esa sangre, que el padre imprecaba,
A la prole infeliz aún enlima
Que hace siglos la lleva y de encima
No la pudo hasta hoy sacudir…
Padre nuestro, pues tanto le cuesta
Por Él cese tu ardor vengativo
De los ciegos la insana respuesta
Vuelve en bien, oh piadoso Señor.
Sí, esa sangre sobre ellos descienda
Pero en lluvia que limpie sus lodos
Todos hemos errado, y de todos
Esa sangre redima el error. 3»
Domingo de Ramos El Evangelio de Jesucristo
Leonardo Castellani, S.J.