sábado, 21 de noviembre de 2009

Como Jerico tambien se vino abajo el Muro de Berlin.

Evocábamos a los cuatro grandes personajes que desde dentro del sistema hicieron posible la voladura casi controlada del régimen comunista de los países del este de Europa. De justicia es evocar ahora a los que coadyuvaron desde fuera a que dicha voladura pudiera producirse. Uno de ellos es el que fuera presidente de los Estados Unidos entre los años 1981 y 1989, Ronald Reagan, que con la que se dio en llamar la Guerra de las Galaxias, convenció a Gorbachov de que era baldío todo esfuerzo de la Unión Soviética de ganar la Guerra Fría.

El segundo fue aún más importante: tratose del Papa Juan Pablo II. A muchos la designación de Juan Pablo II como el hombre clave para la derrota del comunismo les puede parecer poco más que un lugar común que todos repetimos sin saber muy bien de lo que hablamos. Más retórica le habría parecido aún al gran dictador de la Historia, Josip Stalin, que informado de las condenas del Papa Pío XI sobre el comunismo, respondía displicente: “¿Y cuantas divisiones tiene el Papa?”
Pues bien, con divisiones o sin ellas, se pueden reproducir con claridad los pasos que el Papa Woytila dio en su personal combate contra el comunismo hasta que tal día como el que celebrábamos anteayer, se producía la caída del muro de Berlín que tan bien escenificaba la de todo el Telón de Acero.
A los efectos, nada tiene de particular que el Papa se valiera para acabar con los regímenes comunistas del este de Europa, de la única nación de las sometidas al mismo que era mayoritariamente católica, nación que, a mayor abundamiento, resultaba ser la suya propia. Por eso, nada hay de casual tampoco en que tras ser elegido el 16 de octubre de 1978, apenas ocho meses después, Juan Pablo II realizara a Polonia la primera visita de su pontificado, una visita que rompía con muchos moldes: aunque no la primera de un Pontífice al extranjero, si era una de las primeras; y era en todo caso, la primera a Polonia, como lo era también a un país cualquiera de la órbita soviética.
Pues bien, una vez en Polonia, en el discurso del 2 de junio a las autoridades de su país, expresa ya, al menos, dos amonestaciones que no pueden ser, como es fácil de entender, excesivamente explícitas, pero que, no por ello, son menos indicativas de lo que ya por aquel entonces sobrevolaba la cabeza del Pontífice polaco:
“No podemos olvidar tampoco el heroísmo del soldado polaco que combatió en todos los frentes del mundo por nuestra libertad y por la vuestra”.
A la luz de estas indudables premisas, vemos este acuerdo como uno de los elementos de orden ético e internacional en Europa y en el mundo contemporáneo, orden que proviene del respeto a los derechos de la nación y a los derechos del hombre”.
 Cuando avalado por distintos gestos papales, el 10 de noviembre de 1980 el sindicato Solidaridad es finalmente legalizado, la primera visita de su fundador Lech Walesa tan pronto como el 14 de enero de 1981, no es sino al Vaticano, donde queda explícitamente escenificado que el hombre del que Juan Pablo II piensa valerse para romper el cinturón de hierro, no es otro que su compatriota, el sencillo electricista del Astillero Lenin de Gdansk.
 El 13 de diciembre de 1981, como consecuencia de la huelga convocada por el sindicato, el General Jaruzelsky decreta la ley marcial en Polonia y Solidaridad vuelve a la clandestinidad. Pues bien, en el discurso que esa nochebuena dirige el Papa a sus compatriotas en Roma, incluye estas palabras, cuya rotundidad, esta vez, nadie puede discutir:

“Por lo que se refiere a la inquietud del corazón de los polacos por lo eventos de la patria, también yo siento esta inquietud, la siento muy profundamente y así lo expreso [...]. Los sucesos de nuestra patria han acabado siendo de forma particular los de tantas naciones, de tantas sociedades, casi de la entera humanidad [...].
Son, evidentemente, hechos importantes. Pues bien, siendo así, si interpretamos bien los signos de nuestro tiempo, de este tiempo de la Navidad del año del Señor de 1981, si, repito, interpretamos bien entonces estos augurios por el bien común, deberían ser simplemente una oración: una oración dirigida a que a nuestros compatriotas donde quiera que se encuentren, pero sobre todo a aquéllos que permanecen en la patria, no les falten las fuerzas internas y EXTERNAS [el mayusculado es mío, entiendo que se trata a una referencia a la propia labor papal,] necesarias para hacer frente a los deberes que en este momento emergen ante Polonia; que en este momento Polonia, como nación, como sociedad, presenta ante el mundo. De hecho, se trata de valores esenciales tales como la dignidad del hombre, el trabajo humano, el derecho de las naciones a la autodeterminación, todo ello, con el lenguaje de la experiencia con que nuestra patria habla a la Humanidad entera. Y la Humanidad es partícipe de la carga de estos hechos y comprende, o al menos parece comprender, la importancia de estos hechos y demuestra estar con nosotros.
Por tanto, nuestro más sincero deseo se convierte para nosotros en una oración a fin de que podamos por nosotros mismos hacer de modo que las fuerzas del bien triunfen sobre las del mal, para que la fuerza de la justicia, del respeto por el hombre, del amor a la patria, triunfen sobre las fuerzas adversas que son el odio, la destrucción, ya sea física o moral. Una oración para que para que podamos ser los solos artífices, creadores, de nuestro destino, responsables creadores de nuestro porvenir; que nadie interfiera desde fuera [referencia clara al Pacto de Varsovia], que nada nos venga impuesto desde fuera”.
En la que constituye la tercera visita del Papa a Polonia, la del año 1987, con Mijail Gorbachov en la secretaría general del PCUS, con la perestroika y la glasnost en vigor, y con un Reagan que presiona a la Unión Soviética con su Guerra de las Galaxias, el nuevo discurso de Juan Pablo II a las autoridades de su patria natal no es que sea más explícito que el que pronunciara en su primer viaje de 1981, es que está concebido para dar la puntilla al régimen llamado a ser el pionero entre los varios que habían de finiquitar en los próximos meses:
“La elocuencia de la Carta de los Derechos del Hombre es clara y universal. Si queréis conservar la paz, acordaros del Hombre. Acordaros de sus derechos, que son inalienables, porque bortan de la humanidad de cada persona. Acordaros entre otros de su derecho a la libertad religiosa, de su derecho a asociarse y expresar su propia opinión. Acordaros de su dignidad, en la cual deben encontrarse las iniciativas de todas las formaciones sociales humanas: comunidad, sociedad, naciones y estados, viven plenamente una vida humana de la la dignidad del hombre, de cada hombre no deja de guiar desde la base misma su existencia y su actividad. Cada violación y cada falta de respeto a los derechos del hombre, constituye una amenaza para la paz”
El discurso da alas a sus compatriotas, y la presión que ejerce Solidaridad a partir de ese momento se hace insoportable, tan insoportable, que en 1989 el presidente Jaruzelsky se ve obligado a negociar con el sindicato la convocatoria de elecciones libres, unas elecciones que cuentan con el beneplácito de un Gorbachov el cual, abrumado por la presión de la Guerra de las Galaxias de Reagan, se niega a invocar la Doctrina Breznev de apoyo mutuo entre los países del Pacto de Varsovia. Las elecciones, como era de esperar, dan una atronadora victoria al candidato de Solidaridad, Mazowiecky, y producen un hito histórico: el primer Gobierno democrático en el este de Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Lo que acontece a partir de ahí, no es otra cosa que el total desmoronamiento del entramado comunista prosoviético en la manera de todos conocida.
Por elucubrar, los autores han incluso aventurado el momento preciso en el que el compromiso del Papa con la causa anti-comunista da un paso al frente y pasa del mero respaldo espiritual, a una alianza estratégica, concertada nada menos que con el gran poder temporal de la Tierra, los Estados Unidos. En esa línea, Felipe Sahagún escribe:

“De ser ciertos los datos recogidos por Carl Bernstein, primero en Time (1992) y luego en un libro (1996), la gran conspiración Reagan-Juan Pablo II contra el comunismo [...] se empezó a tejer el mismo día de la victoria de Reagan, en noviembre del 80 [...] y se concretó en un pacto en la visita de Reagan al Vaticano el 7 de junio de 1982”
Se refiere el periodista español especializado en relaciones internacionales, al libro de Carl Bernstein, uno de los dos periodistas que destapara en su día el asunto Watergate, titulado “Su Santidad Juan Pablo II y la historia oculta de nuestro tiempo”, del que extractamos esta reseña:
“El premio Pullitzer Carl Bernstein y Marco Politi, decano de los periodistas vaticanos, combinan su habilidad sustancial para mostrar cómo el Kremlin se afanó en vano para combatir el alarmante poder e influencia que el Papa Juan Pablo II tenía en Europa del Este. El Papa se había convertido en la inspiración y protección del sindicato Solidaridad y tras una reunión en Roma con el entonces Presidente Ronald Reagan, la pareja comprometió los bastos recursos de dos superpotencias, la una espiritual, la otra estratégica, en procurar la caída del comunismo”
Todo lo cual concuerda bastante bien con los testimonios que sobre los hechos narran los que fueron sus principales protagonistas. Así Lech Walesa, presidente que fue de Polonia entre los años 1990 y 1995, brazo ejecutor del Papa según hemos visto, quien ayer mismo, declaraba en Berlín:
“La verdad es que un 50% de la caída del muro corresponde a Juan Pablo II, un 30% a Solidaridad y Lech Walesa y sólo el 20% al resto del mundo”.
O el propio Gorbachov, que, por cierto, lo primero que hace una vez producido el derribo del muro de Berlín es rendir visita al Papa, la primera que realiza un secretario general del PCUS a un Pontífice, cosa que acontece el 1 de diciembre de 1989, y a quien pertenecen estas palabras:
“Podemos decir que todo lo que ha ocurrido en Europa Oriental no habría sucedido sin la presencia de este Papa, sin el gran papel, también político, que ha sabido jugar en la escena mundial. Más allá de lo que nosotros hayamos podido hacer en mi país, yo sigo convencido de la trascendental importancia de este Papa en estos años”. (La Razón, 3 de abril de 2005).
Por todo lo cual, no es casual que un buen día 13 de mayo de 1981, pocos años antes de que se produjera el total colapso del sistema comunista europeo, cuando en alguna cancillería europea del Este aún se pensaba que las cosas podían enmendarse, tuviera lugar el atentado que a punto estuvo de acabar con la vida del Papa, perpetrado por un extraño personaje de nombre Alí Agca, y del que un joven Joaquín Navarro-Valls ignorante aún de los altos designios a los que estaba llamado –poco después sería nombrado portavoz del Vaticano-, escribía lo siguiente:
“La hipótesis general es que los servicios secretos búlgaros inspiraron el atentado contra Juan Pablo II encargando su realización a un grupo extremista turco con antecedentes de asesinato, tráfico de estupefacientes y armas y de militancia política de extrema derecha. Posiblemente no se encontrarán nunca las pruebas evidentes de esta conjura. Pero los hechos ya conocidos son suficientes para confirmarla”.
Estas son algunas de las pruebas. Aunque existen naturalmente muchas más, creo que con éstas basta para atestiguar el protagonismo que en los importantes eventos de la década de los ochenta cupo al entonces Obispo de Roma y Papa de la cristiandad, Juan Pablo II, Carol Woytila, de nación polaca. Unos eventos que, por lo menos, habrían hecho entender al gran dictador de la Historia que fue Stalin, de haber vivido aún, de qué armamento disponían las divisiones que mandaba el Papa.

 Tomado de Religión en Libertad

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